
‘Baile en la ciudad’ (1883), óleo de Pierre-Auguste Renoir.
Transcurrió la cena entre chácharas, risas y bromas. El ambiente era jovial, como correspondía a un grupo de gente que disfrutaba del recreo sin preocupaciones aparentes. El vino y los músicos contribuían en gran medida al desahogo de los presentes, de quienes Samuel pensaba en esos momentos que poseían un insaciable apetito. Parecía que nunca acabarían de comer. Y es que no veía que llegase el momento de los bailables. Todos seguían de cara a la mesa, comiendo a dos carrillos y bebiendo como si fuesen camellos a punto de deshidratarse. Entretanto, ponía cara de seguir con atención cualquier cosa que dijese Anita o cualquier conversación en la que participara, aunque desde su asiento no alcanzaba a escuchar con claridad los comentarios. Seguían intercambiándose miradas y Samuel se ahogaba en un mar de ilusiones y miedos. Por fin un vals. Se levantó y se acercó a Anita.
―Sería una gran satisfacción disfrutar con usted el baile que antes me prometió.
La joven (…) hizo un gesto de agrado moviendo la cabeza hacia un entarimado levantado sobre el suelo en el que danzaban varias parejas y se dirigió al centro del mismo seguida de Samuel.
―No recuerdo haberle prometido baile alguno.
―Disculpe el atrevimiento, pero pensé que si decía eso delante de los demás no me rechazaría.
―Sí, ha sido un atrevimiento, pero le disculpo ─dijo Anita al tiempo que le cogía de la mano.
A Samuel no se le daba demasiado bien el baile y no sabía qué decir, había preparado meticulosamente el encuentro con ella pero olvidado los preliminares, y no era cuestión, evidentemente, de adentrarse tan pronto en el complejo mundo de los sentimientos. Afortunadamente para él, Anita llevaba el peso de la conversación, hablaba de cosas intrascendentes de las que, cada vez más aturullado, apenas se enteraba, limitándose prácticamente a asentir en todo con la sonrisa más complaciente.
Terminó el vals, se incorporaron al grupo de doña Felisa, Monllor y demás, volvieron a bailar, se sentaron de nuevo. (…)
Viendo que la velada estaba a punto de finalizar se atrevió a solicitar a Anita un nuevo encuentro algo más tarde, a solas. Anita no esperaba tal osadía y se mostró desconcertada por unos instantes, si bien acabó aceptando con la condición que fuese en uno de los bancos de piedra que había junto a la fachada principal bajo la luz de un farol. Por primera vez sintió Samuel que controlaba la situación.
Cuando consiguió estar a solas con ella le espetó sin más la primera de las frases que tan cuidadosamente había seleccionado y aprendido de memoria.
―No puedo vivir sin su presencia. Sin usted me falta algo, mi imaginación es menos fecunda y menor mi fe en los negocios que emprendo.
―Samuel, antes le he dicho que era un atrevido ─dijo Anita presa del desconcierto─ pero creo que me he quedado corta. Apenas me conoce y…
―La conozco lo suficiente y sé lo que significa para mí. Si no hubiera estado tanto tiempo sin poder verla, tal vez no hubiese averiguado hasta qué punto es necesaria a mi corazón, a mi vida. Veo en usted un arcángel y me irrita el deseo de que me abrase la atmósfera de fuego que la rodea.
―Cállese, se lo ruego ─objetó Anita.
Sus palabras, no obstante, llenas de desasosiego, se parecían tanto a cómo se expresaban las protagonistas de las novelas que enardecieron aún más al joven, que continuó con las amorosas expresiones que tan bien se sabía.
―Yo no conocía este delicioso aumento de vida, de sensibilidad, de ternura, de inefable alegría que siento desde el instante que la vi, nunca había mirado unos ojos como miro los suyos. La amo con todo el amor que tengo, con todo el sentimiento de que es capaz mi alma, con toda mi esperanza. Desde que la vi no he podido olvidarla. A cada momento mi recuerdo es más tierno y más grande.
―Samuel, modere su ímpetu, se lo suplico.
―Si esto es un sueño, es un sueño embriagador y de felicidad del que no quiero despertar.
―He de marcharme.
Anita se levantó sobresaltada. Samuel era un hombre distinto a cuántos conocía o había conocido, carecía de la afectación en los modales que exhibían los caballeretes que la pretendían, no era un señorito pero mucho menos un patán, hablaba con gran aplomo y mostraba un firme carácter, casi avasallador. Una situación como la que estaba viviendo había rondado por su cabeza alguna vez, si no igual muy parecida ¿Qué joven señorita no soñó alguna vez experimentar en persona una pasión desatada como las que leía en folletines y novelitas sentimentales? Samuel cogió las manos de Anita con las suyas y presionó suavemente en dirección al suelo aproximándola a él. Sus cuerpos se juntaron, la miró a los ojos, ella entornó los suyos, luego fueron sus labios los que se unieron. Brevemente. Enseguida llegó el adiós.
―Debo irme. Yo también siento que mi corazón se inclina por usted, pero debo irme. Compréndalo.
―¿Cuándo volveré a verla? ─Samuel soltó sus manos.
―No sé, nos vamos mañana. Le escribiré.
Anita marchó presurosa a su habitación, no sin antes de entrar en el edificio girar su cabeza y mirar, entre exaltada y temerosa, a Samuel, que no cabía en sí de gozo.
No durmió mucho aquella noche, demasiada excitación, demasiadas emociones desconocidas y sentimientos a descubrir. Se levantó tal cual se había acostado, pensando en ella. Cuando bajó al vestíbulo, Anita seguía en su habitación, o al menos no la vio durante el rato que estuvo hablando con Monllor y tampoco cuando se despidió de él y de doña Luisa. Debía llegar a Alcoi antes del mediodía, el periódico tenía que salir el lunes, como todos los días. Por primera desde que conociese a Monllor sintió que trabajaba y se debía a obligaciones. ¡Maldito periódico!, pensó. ¡Maldito trabajo!
Manuel Cerdà: El corto tiempo de las cerezas (2015).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2016/12/17/el-baile/