
“Les folles” (1971), óleo de Bernard Buffet.
No tenían mucho trabajo Violeta y Julián. La mayoría de las veces uno solo se bastaba para atender la poca clientela que acudía. (..) Antiguas compañeras de Violeta y La Malagueña acudían con frecuencia a visitarlas, pasaban buena parte de su tiempo libre con ellas, mayoritariamente hablando de la suerte que había tenido Violeta. También empezaron a frecuentar el bar algunos amigos de Julián, de San Patricio.
La clientela, sin embargo, era menor cada día, disminuyendo drástica-mente cuando empezó a correrse la voz que los parroquianos habituales eran gente de mal vivir, seguramente porque un vecino, o más de uno, reconoció alguno de los rostros de aquellas mujeres que en cierto momento habría tenido frente al suyo al preguntarle por el precio de sus servicios sexuales. También hubo quien pronto identificó a los de San Patricio. Saltó la alarma y la gente del barrio comenzó a ver mujeres entradas en años ataviadas con provocativos e impropios trapos ─evidencia de que eran putas─, sucios y andrajosos holgazanes que bebían sin mesura y perturbaban continuamente la rutina conseguida tras años de composturas diversas. Unos y otros salían a la calle más desastrados de lo que habían entrado al bar ─¡a saber qué harían allí dentro!─ y molestaban con sus estridentes voces. Su sola presencia era suficiente para ofender a las señoras que iban a la compra o las que regresaban de misa y acababan vomitando la hostia al contemplar tales desmanes. También asustaban a los niños camino del colegio y aumentaba el temor de los padres a que salieran solos a la calle, en la que pronto vieron igualmente drogadictos de toda clase ansiosos por conseguir una dosis para la que nunca tenían dinero suficiente. (…)
Yo nunca vi nada de eso, pero los demás sí. Un estado de miedo generalizado se apoderó de los vecinos del barrio, miedo que pronto se transformó en pánico. Y siguieron viendo cosas. La policía, decían, no actuaba con la energía requerida por la situación y el sentimiento de indefensión que su desidia ocasionaba servía nada más que para encrespar los ánimos, pues putas, malhechores varios, vagabundos, algún travesti, lejos de cesar en sus tropelías se sentían aún más envalentonados. Eran los verdaderos amos de la calle, nada les importaba excepto la incontinencia de sus bajas pasiones. Algunos empezaron a pasearse desnudos a plena luz del día, y a veces todos, en carnavalesca procesión, desnudos, todos, los de San Patricio y las putas, bebiendo de la botella, a morro, escupiendo por doquier, meando en las esquinas y en los portales, vomitando por el exceso de alcohol, haciéndose pajas frente a la iglesia, follando en los bancos del destartalado parque que frecuentaban los niños, pintando con sus excrementos los edificios más emblemáticos ─incluidos el tanatorio y el cementerio─, algunos con carteles tipo hombre anuncio ofreciéndose a desvirgar a las hijas quinceañeras, y otros llegando incluso a traspasar los límites del distrito para incursionarse en la cercana zona residencial recién inaugurada de pomposos pareados perfectamente alineados en disposición similar a la de los nichos del camposanto (…).
Tampoco vi nada de todo esto, pero es lo mismo, no se trata de lo que uno vea, sino de lo que ve la mayoría. (…) Finalmente el bar cerró.
Manuel Cerdà: El viaje (2014).
Publicada originalmente en: https://musicadecomedia.wordpress.com/2015/01/29/el-bar-de-violeta/