Con doce años leí Las aventuras de Huckleberry Finn. La obra de Mark Twain me cautivó hasta tal punto que mi imaginación –que no debía ser poca, siempre me decían que estaba en las nubes– nada pudo transformar ni añadir. Prácticamente devoré las casi cuatrocientas páginas que comprendían la historia de Huck, un muchacho poco mayor que yo, secuestrado por su propio padre, un borracho al que todos daban por muerto, porque quería los seis mil dólares que en su día se encontró en una cueva con su amigo Tom Sawyer, que consiguió huir de donde aquel le tenía encerrado pero en vez de regresar a la cómoda casa donde le habían acogido decidió marcharse del pueblo, ya que no quería ser “civilizado”, no le gustaban las buenas costumbres que trataban de inculcarle ni ir a la escuela, y escapó con Jim, un negro esclavo de la casa, río Misisipi abajo en un accidentando y largo viaje lleno de toda clase de aventuras.
Aunque la obra termina “bien”, el principio de rebeldía que destilaba, la reflexión que hacía sobre la arbitrariedad de las convenciones sociales, el contagioso anhelo de libertad de sus protagonistas, la visión crítica del racismo que traslucían las situaciones en que se veía envuelto Jim, la importancia que Twain daba a la amistad, fueron aspectos que me calaron muy hondo.
La intuición de que el mundo era más amplio de lo que hasta entonces había pensado y más desigual de lo que hasta el momento había observado, y que ello se debía a la ignorancia, al miedo a lo desconocido, al comportamiento egoísta y mezquino del común de la gente, comenzó a transformarse en evidencia cuando, poco después, leí otra obra de Twain con el mismo o mayor ahínco. Se titulaba El forastero misterioso y su trama se ubicaba en una aldea austriaca en el siglo XVI, aunque bien hubiera podido suceder en cualquier otro lugar y cualquier otra época. En esta ocasión, el protagonista era también un muchacho, Theodor Fischer. Él, y sus dos amigos inseparables, eran los únicos que sabían que el forastero llegado a la aldea que tanta ascendencia tenía sobre sus vecinos era en realidad un ángel llamado Satanás, sobrino del mismo diablo, que decidió quedarse en el cielo pero conservaba las simpatías por su tío.
La crítica hacia el comportamiento humano, que Twain mostraba a través de la figura de Satanás, era inmisericorde. Los habitantes de la aldea, que vivían en un permanente estado de opresión, miedo y superchería, resultaban fácilmente manipulables en aquel ambiente. Para Satán, al menos, era pan comido, con sus hechizos y su magia. Conozco a tu raza –decía Satanás–. Está hecha de borregos. Está gobernada por minorías.
La hipocresía que regía las vidas de los aldeanos, su creencia en una fuerza superior que dirigía sus destinos, la imposibilidad de cambiar las cosas dada su condición de seres inferiores, la intolerancia y rigidez que guiaban sus actos en nombre de una moral que permitía la persecución y ejecución en la hoguera de quienes contradecían la validez de hábitos y costumbres ancestrales, era asuntos que Twain exponía en su novela sin concesiones de ningún tipo. No todos podía digerirlos a esa edad, pero algo en mi interior me decía que el mundo no era todo lo bueno que había imaginado. ¿Quiénes son de verdad los buenos? ¿Son buenos todos los que dicen serlo? ¿Son buenos los que mandan? ¿Son buenas sus normas? ¿Eran buenos los que esclavizaban a los negros, los que quemaban en la hoguera a las mujeres que consideraban brujas? ¿Eran buenos mis amigos, que despreciaban a los menesterosos y se burlaban del aspecto? ¿Lo eran los padres, que compartían ese desprecio y los trataban con absoluta desconsideración? ¿Y los maestros del colegio, donde jamás había visto un chico que no fuera impoluto y bien vestido? Ellos, los maestros, se suponía que lo sabían todo. Luego, si lo sabían todo ¿por qué no lo decían? ¿O acaso no era así?
Cuando, ya adulto, releí El forastero misterioso subrayé: Satán solía decir que nuestra raza vivía una vida de autoengaño continuo e ininterrumpido. Se estafaba a sí misma desde la cuna hasta la tumba con imposturas e ilusiones que tomaba por realidades, y esto convertía su vida entera en una impostura. De la veintena de buenas cualidades que imaginaba tener y de las que se envanecía, en realidad no poseía prácticamente ninguna. Se consideraba a sí misma como oro, y era solamente latón.
Entrada publicada anteriormente en este blog el 27 de enero de 2018.
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De acuerdo… Me gusta. Abrazo. Salud y saludos
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Muchísimas gracias, Iñaki. Salud, saludos, abrazo y feliz domingo.
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Thhank you
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