Los últimos asesinatos del franquismo

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“El que suscribe nunca ha tenido, desde que asiste a procesos políticos en España, un sentimiento tan acusado de asistir a tal simulacro de proceso, en definitiva una farsa siniestra, sobre todo si pensamos en la suerte que se reserva a los acusados.”

Estas palabras fueron escritas por Christian Grobet, abogado suizo (aunque nacido en Nueva York), miembro de la Liga Suiza de los Derechos Humanos que, en calidad de observador de la Federación Internacional de los Derechos del Hombre, asistió al primero de los consejos de guerra que acabó con la condena a muerte por fusilamiento de once militantes antifranquistas, de los cuales cinco fueron fusilados tal día como hoy, 27 de septiembre, de hace cuarenta años. Un día antes, el Consejo de Ministros indultó a los otros seis.

No fue al alba –como dice la canción que en su memoria escribió Luis Eduardo Aute los días previos a las ejecuciones– sino un poco después, aunque eso es lo de menos. A las 8:30 de la mañana un pelotón de guardias civiles y policías, todos voluntarios, ponía fin a la vida de Ángel Otaegui, miembro de ETA, de 33 años, en el penal burgalés de Villalón. Cinco minutos más tarde, en un claro del bosque situado al junto al cementerio de Cerdanyola del Vallès (Barcelona), era fusilado Juan Paredes Manot Txiki, también miembro de ETA, a los 21 años. A partir de las 9:20, en el de tiro de Hoyo de Manzanares (Madrid), y a intervalos precisos de veinte minutos, eran asesinados los otros tres, militantes del FRAP: José Luis Sánchez Bravo, de 22 años; Ramón García Sanz, de 27, y José Humberto Baena Alonso, de 24.

El Consejo de Guerra sumarísimo, como relató Grobet y otros, estuvo plagado de irregularidades. Fue una farsa en la que los fiscales militares ni siquiera pudieron aportar prueba alguna que corroborase su versión: ni testigos, ni huellas dactilares, ni las armas con las que se suponía habían cometido los atentados por los que se les juzgaba. Nada. Hoy se sabe que varios de ellos no tenían responsabilidad alguna en los hechos. Entonces también. Pero es que se trataba, ante todo, de una venganza, una más. Por eso no se tuvo en cuenta ninguna de las peticiones de clemencia que llegaban de todo el mundo, pues la sentencia levantó una oleada de protestas a nivel internacional. Ni los ruegos del papa Pablo VI, ni las palabras de su propio hermano Nicolás –“Tú eres un buen cristiano, después te arrepentirás”– hicieron mella en Franco, que cuando se acostó la noche del 26 dio la orden de que no se le despertara bajo ningún concepto. Por supuesto, menos caso se hizo aún a gestos como los del primer ministro sueco Olof Palme, que hucha en mano pedía ayuda para las familias de los condenados, ni a que el presidente mexicano Luis Echeverría pidiera la expulsión de España de la ONU. Es más, apenas cuatro días antes la policía expulsó del país a un grupo de intelectuales franceses –entre ellos Yves Montand, Costa-Gavras y Regis Debray– al pretender difundir un escrito de condena suscrito por Jean Paul Sartre, André Malraux, Louis Aragon y Pierre Mendès France.

Todo ello se achacó –una vez más– a la alianza conspirativa de los eternos enemigos de esa España “Una, Grande y Libre”. En la concentración que se preparó para apoyar al régimen en la plaza de Oriente de Madrid el 1 de octubre de dicho año, el dictador –acompañado entre otros del futuro rey de España Juan Carlos de Borbón– dijo: “Todo lo que en España y Europa se ha armado obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”.

Fueron los últimos crímenes de la dictadura, un régimen que nació matando y continuó haciéndolo hasta el final. Eso sí, Franco –que moría apenas dos meses después– falleció en un hospital y fue enterrado con todos los honores. Vino luego la Monarquía, la Transición, la democracia parlamentaria, y en 1977 la Ley de Amnistía declaró exentos de cualquier responsabilidad todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976. Ello, evidentemente incluía a los dos bandos. Así, los torturadores y asesinos del franquismo se libraran de ser juzgados algún día.

Nunca ha habido el menor interés por revertir la situación. Antes al contrario, se ha obstaculizado cuanto se ha podido –y más– el cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica de España y la investigación de los crímenes de la represión franquista que abrió el juez Baltasar Garzón –que investigaba también otros casos de corrupción en los que aparecen implicados relevantes cargos políticos– solo sirvió como excusa para apartar al molesto juez de la carrera judicial.

Ahora, el proceso abierto por la juez argentina María Servini de Cubría para investigar el genocidio y los crímenes de lesa humanidad del franquismo ya ven con qué interés ha sido acogido por las autoridades españolas. La Fiscalía española no considera “necesario” detener a los principales inculpados. Servini declaraba hace solo unos días al diario Público: “Tengo la sensación de que me ponen palos en las ruedas para investigar”.

Bien está, pues, que al menos recordemos este vil quíntuple asesinato y que sigamos clamando por la no impunidad de estos criminales y sus cómplices. Y que reflexionemos sobre el hecho de que los que hoy consideramos víctimas de la lucha por la libertad en su día fueron calificados de terroristas y criminales.

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