Gigantes y cabezudos

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De pequeño, solía ir con Leo y su padre a unos bancales que este tenía en la falda de la sierra. Nos contaba historias de cuando allí habitaban unos gnomos que luchaban contra gigantes y cómo consiguieron vencerlos. Hubo un tiempo, nos decía, en que todos eran del mismo tamaño, pero unos desarrollaron más su fuerza física y no pararon de crecer hasta convertirse en gigantes. Los otros, en cambio, desarrollaron más el intelecto y no crecieron en altura. Pero su cabeza alcanzó –a ojos de los primeros– una desmesurada proporción respecto a su cuerpo y, por eso, les llamaban cabezudos.

Los gigantes dominaban todo y a todos. Se sentían amos y señores de las tierras y obligaban a los cabezudos a trabajar para ellos. Vivían rodeados de toda clase de lujos y cada vez hacían menos cosas. Pasaban el tiempo tumbados, comiendo y bebiendo lo que los cabezudos les llevaban.

Poco a poco, sin darse cuenta, fueron perdiendo fuerza, no tanto la física como la de su mente, pues dejaron de leer, de escuchar música, de escribir, hasta que su memoria comenzó a olvidar incluso la manera de usar su fuerza.

Hartos los cabezudos de que los gigantes abusaran de ellos, se preocuparon por estudiar sus hábitos, la forma en que ejercían el poder, sus gustos y, por supuesto, sus debilidades. Además, conocían mejor el terreno, eran quienes lo trabajaban. Y, así, un buen día decidieron que no llevarían nada más a los gigantes. Estos se enfadaron y fueron en su búsqueda para castigarlos y obligarlos a que siguieran cumpliendo con sus deberes. Pero los gigantes se habían vuelto cada vez más torpes y los cabezudos excavaron túneles a través de los cuales llegaron a su poblado, rodeado con un altísimo muro. Poco a poco fueron excavando los cimientos sin que los primeros, que se creían inexpugnables, pudieran darse cuenta. Y un buen día el poblado de los gigantes se desplomó por completo. Y como habían olvidado hasta como lo habían construido, se sintieron perdidos y acabaron por marcharse. No volvieron a recuperar la memoria y finalmente se extinguieron.

¿Y dónde están ahora los cabezudos?, pregunté. Llegamos nosotros y desaparecieron, me dijo el padre de Leo. ¿Se fueron?, volví a preguntar. Eso no lo sé, pero es posible que vuelvan a estar excavando túneles. Intrigado, le dije para qué seguían haciendo túneles si los gigantes hacía tanto tiempo que habían desparecido. Por si nosotros llegamos a ser también gigantes, dijo. ¿Volverán entonces?, insistí. No lo sé, todo depende de cuánto y cómo crezcamos, concluyó.

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