Y vino la policía

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De pronto, policías por todas partes. Brotaban como chispas de un incendio incontrolado. De los furgones aparcados en las bocacalles que dan a la plaza descendían como malcarados perros de caza sedientos en busca de la presa. Bien pertrechados, con casco, escudo y porra. Sin mirar ─les bastaba el olfato─ empezaron a repartir golpes a diestro y siniestro, indiscriminadamente. ¡Asesinos!, gritaban algunos, entre porrazos, patadas y empujones. ¡Hijos de puta!, ¡Cabrones! Todo sucedió muy rápido. Una joven ─pelo corto, pantalón vaquero, camiseta con una leyenda (Stop. Piensa), no tendría ni veinte años─ sacó el móvil e intentó grabar la intervención policial. Un policía, de un manotazo, le tiró el teléfono al suelo, ella también cayó. Rompió a llorar. Su compañero, o un chico que había a su lado, se encaró con el madero, le exigió que se identificase (no llevaba placa de identificación). Por respuesta, recibió un porrazo en el estómago. Se retorcía de dolor y el policía continuaba golpeándole.

Empujé al policía, que no llegó a caerse porque le sujetaron sus compañeros de camada. Sentí de repente un golpe en la espalada, a la altura de los riñones. Yo sí me caí. Traté de levantarme y otro me dio una patada. Volví a caerme. Dos me cogieron por los hombros, me arrastraron ─no podía ponerme de pie (bueno sí, pero no me dejaban)─ y me lanzaron al interior de un furgón como el que arroja un saco de patatas. El furgón estaba casi lleno, jóvenes la mayoría. Vi gente ensangrentada. Enseguida tiraron a dos más dentro y cerraron las puertas. ¡Blam!

El conductor era un cabrón, conducía de prisa, temerariamente ─él podía; ellos pueden─, a toda hostia, daba volantazos y frenazos cuando le venía en gana. Íbamos esposados y nos golpeábamos en los laterales del furgón. Oía las risas de nuestros custodios. Una chica empezó a llorar. Mis padres Que les den, le decía uno. No llores, no pasa nada, te ficharán. O no, a lo mejor no, y a la calle, le explicaba otro que no era la primera vez que lo detenían. Ya, ¿y luego?Deja el luego para luego, añadió el mismo joven.

Llegamos a comisaría. Nos bajaron del furgón con la misma delicadeza con que nos habían subido, a empujones. Fuimos conducidos a una sala en la que había unos armarios metálicos, un par de mesas y unas pocas sillas. A medida que entrábamos nos pedían la documentación y se la quedaban. Exceptuando al joven que nos acompañaba en el furgón y tranquilizaba a la chica preocupada por lo que dirían sus padres al enterarse de su detención, ninguno de los demás había sido detenido antes. Estaban ─estábamos─ nerviosos, intranquilos, asustados. Pasaba el tiempo y nadie nos decía nada. Dos policías nos custodiaban. Hablábamos en voz baja. ¿Qué va a pasar ahora? ¡Silencio!, exclamaban los guardias. La muchacha del furgón seguía angustiada. ¿Se enterarán mis padres de esto?, preguntó a uno de los policías, que se echó a reír. Otro joven, en cambio, reclamó su derecho a efectuar una llamada telefónica. Más risas. En eso, entró un policía de paisano; debía ser inspector, o subinspector, o algo, no sé la jerarquía. Se cuadraron ante él. ¿Qué pasa?, preguntó. Le explicaron la situación sus subordinados: Estos, que quieren hacer una llamada. El tipo no rió. Muchas películas yanquis habéis visto vosotros. Estamos en España; aquí no tenéis derecho a llamar, respondió de malos modos. Como el joven siguió insistiendo y otros se sumaron a la petición, aludiendo entre otras cosas que sus familias estarían preocupadas, el oficial espetó: Panda de maricones, niñatos de mierda, os voy a meter una patada en el culo que os va a salir por la boca; primero no queréis que avisemos a vuestra mamá y a los cinco minutos sí, pero ¿qué cojones os creéis que es esto, panda de gilipollas? ¡Iros a mamarla! Y salió de la estancia tan altanero como había entrado.

Manuel Cerdà: El viaje (2014).

Publicada originalmente en:

https://musicadecomedia.wordpress.com/2015/01/08/policias-por-todas-partes/

 

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