Canción bella como pocas, emotiva a más no poder, cargada de historia y de simbolismo, Le temps des cerises fue compuesta en 1868 por Antoine Renard (1825-1872) con el texto del poema homónimo que dos años antes había escrito un por entonces poco conocido cantante y poeta, que como tantos otros buscaba en Montmartre el reconocimiento a su trabajo, llamado Jean Baptiste Clément (1836-1903).
Una noche de 1867 ambos se encontraron, entablaron una buena amistad y Renard –antiguo tenor de la Ópera de París que ahora se dedicaba al Music-hall y actuaba en el café-concert Eldorado– aceptó la proposición de Clément de poner música a su poema. Renard compuso una melodía tan hermosa como el texto y, así, en 1868, nació Le temps des cerises.
Por sus ideas revolucionarias –cada día más próximas al socialismo marxista– y por publicar un periódico sin el consentimiento del emperador, Napoleón III, Clément fue encarcelado. Salió en libertad al producirse el levantamiento republicano del 4 de septiembre de 1870 y participó activamente en los hechos de la Comuna de París (marzo-mayo de 1871). Tras la derrota de los communards huyó a Londres, lo que impidió que se cumpliera la condena a muerte que dictó contra él un tribunal de París. Regresó a la capital francesa con la amnistía general de 1880. La canción gozaba de gran popularidad desde 1872 y siempre ha estado asociada a los hechos de la Comuna. En 1882, Clément la dedicó a “La valiente ciudadana Louise –no confundir con la célebre anarquista Louise Michel, una de las figuras más destacadas de la Comuna–, enfermera de la ambulancia de la calle Fontaine-au-roi, el domingo 26 de mayo de 1871”. Sin embargo, cuando en 1885 se publicó Chansons choisies, una selección de sus canciones, la dedicatoria que figuraba en la canción era “Homenaje a Mlle. Pierat [de la Comédie Française]”.
Más allá de todas estas especulaciones, lo cierto es que nos encontramos ante una de las más grandes canciones de amor de la historia, o una de las grandes canciones de la historia, a secas. Una canción tan bella como tierna, un canto a la libertad y la resistencia, con un tono de nostalgia bien entendida: el tiempo de las cerezas es muy corto, pero siempre amaré ese tiempo, viene a decir; o lo que es lo mismo: la lucha por la libertad y contra la opresión podrá ser aplastada muchas veces, podrá durar muy poco la experiencia revolucionaria, pero siempre amaré esos días de alegría que supone combatir por el bien común.
Vamos ya con unas pocas versiones de Le temps des cerises. La primera es la que grabó en 1938 Tino Rossi.
En su álbum Chansons populaires de France (1955), Yves Montand la grabó también y su éxito fue tal que si buscan en internet Le temps des cerises verán en más de una ocasión que se cita como si hubiera sido compuesta a tal efecto. Escuchemos la versión de Montand.
Y de gran voz masculina a gran voz femenina sin salirnos de 1955, pues también ese año la grabó esa magnífica cantante francesa que fue Cora Vaucaire, “La Dama Blanca de Saint-Germain-des-Prés”.
A otra grande, Juliette Gréco, corresponde esta versión de 1983 que se incluyó en el álbum Juliette Gréco: Jolie Môme/Accordéon en 1983 y más tarde, en 1993, en el álbum Vivre dans l’avenir (reeditado en 2002 con el título Le temps des cerises).
He dejado para el final la versión de la cantante, compositora y actriz japonesa Tokiko Kato perteneciente a la banda sonora de la película de animación, también nipona, estrenada en 1992, Porco Rosso.
Generalmente, en entradas de este tipo, solemos ordenar las diversas versiones cronológicamente. La casualidad ha querido que hoy también haya sido así, pero el motivo que me ha llevado a incluir en último lugar la de Tokiko Kato ha sido otro. En mi novela El corto tiempo de las cerezas hago a referencia a la canción y la protagonista, Camila, la canta acompañada al piano. Cuando escribí el pasaje en cuestión no conocía esta versión y cuando la descubrí más tarde me dije: así es como imaginé que Camila la cantaba. Este es el fragmento:
“Camila había cantado alguna vez en el Marshall, pero no con este abierto al público. Con William y Taylor se había aventurado con alguna pieza de su marido, algo alejada de su estilo, pero como mucho, en la sala, estaban unos pocos amigos, algunos camareros y su padre. Esta vez era diferente, con el local a rebosar de gente que llevaba rato bailando, bebiendo, divirtiéndose, y deseaba seguir haciéndolo. Nunca había estado tan nerviosa como cuando King Taylor anunció que iba a interpretar una canción y se hizo el silencio, más acusado dado el jolgorio que siempre imperaba en el Marshall. Su campechanía la llevaba a no rechazar las peticiones de que se subiera al escenario cuando era reconocida, pero en esta ocasión se arrepentía de haber sido tan alegre. William la acompañaba al piano, dudaba hasta el último momento qué cantar ante aquella audiencia tan diferente de la del Mirliton de París. Finalmente, pareció cambiar de opinión con respecto al tema elegido, un ragtime de su esposo, pues le dijo algo al oído y este cambió los papeles de la partitura. William tecleó unas notas introductorias y la voz de Camila entonó los versos de una bella canción:
Quand nous chanterons le temps des cerises
et gai rossignol et merle moqueur
seront tous en fête.
Les belles auront la folie en tête
et les amoureux du soleil au cœur…
El público seguía la interpretación con gran respeto. No entendía lo que decía pero sabía valorar el alma que ponía en su voz. Samuel, en una mesa, al fondo de la sala, asistía conmovido a la inesperada actuación de su hija. Le temps des cerises… ¡Cuántas veces la había escuchado desde entonces! Poseía prácticamente todas las grabaciones del tema que hasta la fecha se podían conseguir: la de Maréchal de 1898, la de Francis Marty del mismo año, la de Petrus de 1900 y la de Odette Dulac de 1901. Nunca había dejado de entusiasmarle, siempre le conmovía y casi siempre la melancolía acababa transportándole a momentos felices de su vida que acababan diluyéndose en la inalterable fugacidad del tiempo. Se lo dijo Farinetes: Aprovecha, muchacho, que el tiempo de las cerezas es muy corto.
Samuel había escuchado por primera vez Le temps des cerises al poco de establecerse en París, en el Lapin Agile, uno de los más antiguos cafés-concerts de París y punto de reunión de una pléyade de pintores, poetas y artistas de todo tipo que soñaban conquistar la capital francesa. El que en su tiempo fuera conocido como Cabaret de los Asesinos, en la ladera de una abrupta pendiente de la Butte, se ubicaba en una vieja casa de campo pintada de rosa, rodeada de una empalizada.
Samuel no dominaba aún suficientemente el francés como para comprender la letra, pero sí al menos para advertir que la canción hablaba de cerezas. El tema era muy conocido y formaba parte del repertorio de muchos cantantes, famosos o desconocidos. La gente lo canturreaba, todos lo sabían. A Samuel le pareció hermoso, emotivo, le impresionó fuertemente la bella melodía, una de las más hermosas que nunca había oído. Absorto, golpeó con el codo el vaso de cerveza que consumía, derramándose el líquido que, al caer al suelo, salpicó a una joven, guapa aunque un tanto atusada, que compartía mesa a su lado con un tipo grandote de pronunciada barriga cuya edad, calculó Samuel, sería más o menos la suya, puede que un poco más.
―¡Cómo lo siento! Le he manchado el vestido. Les ruego me disculpen, no sé cómo ha podido pasar.
―No se preocupe, no tiene importancia ─dijo el caballero.
―No sé cómo he podido ser tan torpe, escuchaba la canción, no la conocía y…
―¿No la había oído nunca? Bonita, ¿verdad? A mí me entusiasma. Se titula Le temps des cerises. Ya tiene unos cuantos años.
Le comentó la joven al tiempo que con una servilleta limpiaba la falda de su vestido sin importarle haberla tenido que levantar a la altura de la rodilla mostrando la pantorrilla que cubría una media negra.
―Muy bella, aunque se me escapan demasiadas cosas de la letra.
―No me equivoco si digo que no es usted francés, ¿verdad? Por su acento. Permítame que me presente: Claude Frossard, marchante y amante de la buena vida ─y rió sonoramente mientras estrechaba hacia sí a la joven; estaba un poco achispado, también ella─. Veo que está usted solo. Ande, siéntese con nosotros.
Entre Frossard y su acompañante le contaron la trascendencia de la canción, le resumieron la letra y ella le tradujo la mayoría de sus versos, que se sabía de memoria. Frossard y Samuel acabaron haciéndose buenos amigos.
Cuando terminó Camila, Samuel no pudo reprimir unos lagrimones en sus ojos, agachó la cabeza y puso su mano derecha en la frente, no quería que nadie le viera. Al poco levantó la vista y encontró la de su hija. Sonrió. Su sonrisa era una mezcla de tristeza y desahogo. Ella se la devolvió. Samuel llamó al camarero y pidió una botella de champán. Es muy corto del tiempo de las cerezas, pero como decía la canción, pensó, siempre amaré el tiempo de las cerezas.”
Manuel Cerdà: El corto tiempo de las cerezas (2025).
Publicada originalmente en:
https://musicadecomedia.wordpress.com/2015/07/20/le-temps-des-cerises/
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