Fotograma de la película “Metrópolis” (1927), de Fritz Lang.
“El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina-clave de
la moderna edad industrial. En cada fase de su desarrollo el reloj es a la vez
el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la máquina: incluso hoy ninguna
máquina es tan omnipresente. […] Se hubiera podido llegar al régimen moderno
industrial sin carbón, sin hierro y sin vapor, pero resulta difícil imaginar
que ello hubiera podido ocurrir sin la ayuda del reloj. […] El tiempo
abstracto se convirtió en el nuevo ámbito de la existencia. Las mismas
funciones orgánicas se regularon por él: se comió no al sentir hambre, sino
impulsado por el reloj. Se durmió no al sentirse cansado, sino cuando el reloj
nos lo exigió.” (Lewis Munford: Técnica y civilización, 1934).
La necesidad del hombre por controlar el tiempo más allá
de fraccionarlo entre día y noche llevó a inventar los relojes. Los primeros
procedimientos destinados a conocer la hora del día se basaron en la determinación
de la posición del sol respecto del horizonte. El reloj de sol más antiguo
(hacia el 3500 a.C.) consistía en un palo clavado verticalmente sobre una
superficie plana y horizontal sobre la que se proyectaba la sombra. Luego
vendrían los relojes de arena y en el siglo XIV nacerían los mecánicos. Los
primitivos relojes mecánicos estaban provistos de un mecanismo muy simple de
paletas y un rudimentario oscilador. Durante los 300 años siguientes, los
relojes apenas experimentarían cambios sustanciales. Sería en 1657 cuando
Huygens construiría el primer reloj mecánico de péndulo.
Sin embargo, el gran cambio vendría, como acertadamente escribió
Munford, con la industrialización. En 1840 Alexander Bain construyó un reloj
eléctrico accionado por la atracción y repulsión eléctrica y a finales del
siglo XIX comenzaron a fabricarse los primeros relojes de pulsera. El nuevo
sistema productivo, basado en la férrea disciplina de la fábrica y la
distribución de productos para consumo, contribuyó a su difusión. De este modo,
lo que hasta entonces no había dejado de ser una invención al servicio público
–piénsese en la gran cantidad de relojes de sol que todavía hay en
ayuntamientos y campanarios– o un objeto de lujo de los más pudientes, pasaba a
ser algo cotidiano que poco a poco acabaría por tener todo el mundo.
Con el reloj de pulsera, y poco después del reloj despertador,
pasábamos los seres humanos de controlar el tiempo a ser esclavos de él. “En
nuestros días, no solo la mayoría de trabajadores tienen un reloj y se lo
quitan cuando termina la jornada laboral, sino que la medida del tiempo se
aplica, no de modo menos extendido, a las actividades deportivas. De hecho,
cualquier cosa, por muy necia que sea, puede considerarse deporte si puede
medirse y establecer un récord. […] En estos y otros muchos aspectos la
mayoría de nosotros nos hemos sometido más y más a la tiranía del tiempo.” (G.J.
Whitrow: El tiempo en la historia, 1988). Algo parecido nos ha sucedido
con los teléfonos móviles y su evolución: permiten que estemos controlados en
todo momento, cada vez más. ¿Progreso? No diré que no. Pero ¿al servicio de
quién?, ¿y de qué?
Ya nos avisaba Rabelais en 1534: “Las horas fueron hechas
para el hombre, y no el hombre para las horas” (La vie très horrifique du
grand Gargantua). Así pues, y como dice –aunque en un contexto muy
distinto– la letra de ese magnífico bolero de Roberto Cantoral El reloj
(1950) “Reloj detén tu camino / porque mi vida se apaga”.
Entrada publicada anteriormente el 2 de febrero de 2018.
“Vemos una raza, confeccionadora de leyes, legislando sin saber sobre qué legisla, votando hoy una ley sobre el saneamiento de las poblaciones, sin tener la más pequeña noción de higiene; mañana reglamentando el armamento del ejército, sin conocer un fusil; haciendo leyes sobre la enseñanza o educación honrada de sus hijos; legislado sin ton ni son, pero no olvidando jamás la multa que afecta a los míseros, la cárcel y la galera que perjudicarán a hombres mil veces menos inmorales de lo que son ellos mismos, los legisladores. Vemos, en fin, en el carcelero la pérdida del sentimiento humano; al policía convertido en perro de presa; el espía, menospreciándose a sí mismo; la delación transformada en virtud, la corrupción erigida en sistema; todos los vicios, todo lo malo de la naturaleza humana favorecido, cultivado para el triunfo de la ley.
Y como nosotros vemos todo esto, es por ello que en vez de repetir tontamente la vieja fórmula ‘¡respeto a la ley!’, gritamos ‘¡despreciad a la ley y a sus atributos!’. Esta frase ruin: ‘¡Obedeced a la ley’, la reemplazamos por ‘¡Rebelaos contra todas las leyes!’
Piotr Kropotkin: La loi de l'autorité (La ley de la autoridad), artículo publicado originariamente en el periódico Le Révolté de Ginebra en 1882.
Banegas / Prensa Comunitaria Km. 169.
No quiero trabajar más de cuatro horas, cinco como mucho, al día. Quiero que por ello se me retribuya –también a todos los demás– lo suficientemente bien como para no tener que preocuparme por mi futuro ni el de mis descendientes, ni del de nadie más. Quiero disponer de tiempo para disfrutar y poder hacerlo sin impedimentos de carácter económico. Quiero tener los mejores servicios sanitarios sin tener que pagar nada por ello, ni por los medicamentos en caso de que los necesite. Quiero una vivienda digna sin tener que hipotecarme o estar pagando un alquiler que se lleve buena parte de mi salario, y que el agua y la luz sean gratuitas y… Y tantas cosas que esto parece que sea la carta a los Reyes Magos. Sin embargo, nada más lejos. Ese “quiero” no es una petición, es una exigencia. Lo que quiero, lo exijo. Exijo mi parte. Ya.
¿Que no puede ser? ¿Cómo que no puede ser? Claro
que sí. Hay suficiente riqueza en este mundo para todo ello y para mucho más. ¿Qué
está mal repartida? Pues que se reparta adecuadamente. A mí siempre me
enseñaron que lo que está mal hay que corregirlo.
Es bien conocido el poema que escribió en 1934 Bertolt
Brecht cuando estaba exiliado en Dinamarca “Preguntas de un obrero ante un
libro”. Aquel en el que el obrero pregunta, nos pregunta, quiénes en realidad
hicieron posible los grandes logros de la historia. ¿Únicamente quienes los
decidieron y ordenaron? ¿Ellos solos? ¿No necesitaron de obreros para construir
sus magnas edificaciones?, ¿de soldados en sus guerras y conquistas? Pero, en
los libros de historia, dice Brecht, solo figuran los nombres de los reyes y
demás mandatarios.
Nada ha cambiado: en los libros, periódicos y demás medios de comunicación, siguen figurando los ‘grandes hombres’ (y mujeres) como los verdaderos hacedores de la historia. Ahora bien –y esto ningún historiador lo cuestiona–, la historia (conjunto de hechos) la hacemos entre todos con nuestro esfuerzo y trabajo y nuestro proceder cotidiano. El pasado, por tanto, no es únicamente el de los ‘grandes hombres’ y las grandes gestas, es el pasado de los seres humanos colectivamente, en tanto que organizados en sociedades. Y ese pasado no puede aislarse en el tiempo. Sus consecuencias, sus logros, sus reveses, se prolongan hasta el presente.
Somos producto del pasado y todos somos actores, aunque
no desempeñemos papel de protagonista principal. Así se reconoce incluso desde
determinadas instancias políticas. Por eso se erigieron en su día las diversas
tumbas al soldado desconocido, desde el monumento al Landsoldaten (soldado de
infantería) de 1849 en Fredericia (Dinamarca) al de Bagdad de 1982. A ello
responde el nacimiento del Estado del Bienestar, a procurar una mejor
redistribución de la renta y mayores prestaciones sociales para los más
desfavorecidos. Responde no sin importantes matices. ¿Se hubiera desarrollado
este modelo de Estado y organización social si no hubiera existido la Unión
Soviética y el bloque de países del Este? Es decir, si el común de las gentes no
hubiese tenido la posibilidad de abrazar un modelo alternativo y antagónico. Ya
hemos visto qué ha sucedido tras caída del Muro de Berlín.
Tal vez por ello, en la actualidad “tan solo 26
personas poseen la misma riqueza que los 3.800 millones de personas que
componen la mitad más pobre de la humanidad” y “el número de milmillonarios se
ha duplicado, incrementándose su riqueza en 900.000 millones de dólares tan
solo en el último año, lo cual equivale a un incremento de 2.500 millones de
dólares diarios. Además, entre 2017 y 2018, cada dos días surgía un nuevo
milmillonario en promedio. Frente a estos datos, llama la atención la situación
de la otra cara de la moneda, los pobres, cuya riqueza se ha visto reducida en
un 11% perjudicando a 3.800 millones de personas.” [Informe de Oxfam Itermon de
21 de enero de 2017].
¿Cómo han conseguido acumular esos 26 fortunas tan
inmensas? Esos y otros que conforman la élite financiera con la aquiescencia de
sus títeres del mundo empresarial, político, académico y de los medios de
comunicación. ¿Ellos solos? El dinero no cae del cielo. Sin el concurso de
otros agentes, sean colaboradores bien remunerados o trabajadores explotados en
mayor o menor grado, ¿dispondrían de ese capital? No lo creo. Sin embargo, esa
riqueza no revierte en absoluto en aquellos que, por su profesión o simplemente
a causa de la necesidad, han contribuido, y no poco, a que sus poseedores
lleguen a ese privilegiado estatus económico y social, sobre todo en los
últimos. Pagan comparativamente menos impuestos que la mayoría de los
contribuyentes. Si los pagan, pues gran parte de sus capitales se desvía hacia
paraísos fiscales. Cuando fallezcan, sus hijos heredarán la fortuna; los hijos
de los trabajadores, en cambio, solo heredarán un futuro más precario y
desigual.
¡Pues no!
¿Qué cojones es esto? No, no y no. Quiero mi parte. Exijo mi parte. No en
metálico, en bienestar material y calidad de vida, en trabajar menos y disponer
de tiempo para disfrutar, en que estén cubiertas todas mis necesidades básicas
y se respeten mis derechos fundamentales –que son los de la colectividad–, en
no tener que preocuparme, como decía al principio, por mi futuro ni el de mis
descendientes, ni del de nadie más.
Exijo mi parte y la quiero ahora. Ya está bien de componendas
y de mostrarse serviles ante las élites financieras y las leyes del mercado. No
somos mercancía. Tanto me da que quienes les rinden pleitesía sean la derecha
de siempre, la disfrazada de moderada, la pusilánime socialdemocracia actual –o
lo que queda de ella–, o esas nuevas izquierdas que con su discurso verde y de
desarrollo sostenible, de medidas alcanzables, y sin una identificación clara
con un nuevo sistema social, terminan diluyéndose en el actual y
robusteciéndolo.
Versión ampliada de la entrada publicada el 2 de febrero de 2018.