Los hechos de octubre de 1934 y la Revolución de Asturias

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Columna obreros detenidos por la Guardia Civil en la cuenca minera de Asturias (octubre de 1934).

En noviembre de 1933 los partidos del centro y de la derecha ganaron las elecciones a Cortes. LA CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), con 115 diputados de los 473 que integraban las Cortes, fue el primer partido en número de votos (24,3%) y escaños. Su jefe, José María Gil-Robles, esperaba ocupar la presidencia del gobierno. Pero la CEDA nunca había mostrado el menor compromiso con la república como forma de organización del Estado y su líder defendía la teoría del “accidentalismo” respecto a las formas de gobierno. El primer punto de su programa señalaba el “acatamiento del Poder constituido, según la enseñanza de la Iglesia”. Además, Gil-Robles había visitado la Alemania nazi, se había interesado por sus medios de propaganda política e incluso llegó a asistir al Congreso de Núremberg de 1933, el llamado Congreso de la Victoria por los nazis, que desde enero estaban en el poder.

Alcalá Zamora, presidente de la República, encargó entonces formar gobierno a Alejandro Lerroux, fundador y líder del Partido Republicano Radical (que había conseguido el 21,6% de los votos y 102 escaños), un republicano histórico. Pero, obviamente, sin el apoyo de la CEDA difícilmente podía gobernar, por lo que siguió una política contemporizadora que frenaba el ímpetu de los primeros años de la Segunda República. Y, así, la reforma agraria prácticamente se paralizó, los salarios agrícolas cayeron a los niveles de antes de proclamarse la República, la Iglesia mantuvo sus escuelas gracias a la ayuda estatal, para el Estado Mayor se nombró a declarados oficiales monárquicos y las organizaciones de izquierda y obreras fueron sometidas a un férreo control que trataba de contener su acción.

La entrada de la CEDA en el gobierno republicano el 4 de octubre de 1934 fue, en consecuencia, interpretada por la izquierda como un primer paso en el acceso del fascismo al poder. Ya las principales organizaciones obreras había advertido de que, en caso de llegar a tal situación, movilizarían a sus militantes y declararían la huelga general. Es lo que sucedió el 5 de octubre en varias ciudades, incluyendo Madrid y Barcelona, con desiguales resultados. Pero en ningún lugar los acontecimientos que siguieron alcanzaron la importancia que tuvieron en Cataluña y Asturias.

En Cataluña, la aprobación por el Parlamento de una nueva Ley de Contratos de Cultivo, en abril, fue declarada inconstitucional. La Generalitat no aceptó el fallo y promulgó otra muy parecida. Las relaciones entre la Generalitat y el gobierno central se tensaron hasta el punto de que el 6 de octubre el presidente catalán, Lluis Companys, proclamaba “la República de Cataluña dentro de la República federal española”. Por otra parte, la resolución de Madrid era un síntoma evidente de la progresiva destrucción que se perseguía de la obra reformista del primer bienio republicano, lo que alentó la formación de la Alianza Obrera. Era esta una plataforma unitaria de carácter nacional entre diversas fuerzas obreras con el objetivo de oponerse al avance fascista después de la victoria electoral de la derecha que surgió de la iniciativa del BOC (Bloc Obrer i Camperol) y de la que formaron parte el PSOE, la UGT y la Unió Socialista de Catalunya, entre  otras fuerzas. La CNT y el Partido Comunista de España quedaron al margen, si bien este se sumó a última hora. La Alianza Obrera se extendió a todo el territorio español y se consolidó en 1934, jugando un más que destacado papel en los hechos de octubre. La huelga general y la recién proclamada República no sobrepasaron el día 7. Companys y su gobierno se vieron obligados a rendirse ante la acción del Ejército. La Generalitat fue suspendida, el gobierno catalán encarcelado y unas cincuenta personas murieron en las horas previas.

La Alianza Obrera perseguía en Cataluña objetivos diferentes a los de los nacionalistas. Su meta no era otra que la revolución social. Y eso fue lo que trató de poner en marcha en Asturias. Esta región era el único sitio del Estado en el que la Alianza había conseguido reunir a todas las organizaciones trabajadoras, incluyendo la CNT. Al declararse la huelga general, un comité integrado por socialistas, comunistas, trotskistas y anarquistas adoptó el lema de Unión de Hermanos Proletarios (UHP) y proclamó una comuna. La huelga adquirió así un carácter insurreccional y durante quince días la zona minera fue controlada por los comités locales de trabajadores, coordinados por un Comité Revolucionario. Al tiempo, se organizaba un Ejército Rojo que, a los diez días, alcanzó los 30.000 efectivos, en su mayoría obreros y mineros. El Comité formuló un programa reivindicativo concreto –con medidas como las nacionalizaciones y la disolución de las órdenes religiosas, del ejército y de la guardia civil– y organizó los servicios de alimentación, médicos y municipales sobre una base completamente ajena al dinero y a las diferencias de clase.

Grupos de descontrolados asesinaron en los primeros momentos a unas cincuenta o sesenta personas, la mayoría sacerdotes y policías. La respuesta del gobierno central fue enviar tropas de las divisiones de Burgos, Valladolid y Galicia para restaurar el orden. El ministro de Guerra, el radical Diego Hidalgo, siguiendo los consejos de su asesor militar, Francisco Franco, logró que también acudiera a sofocar la revolución el ejército de África y la Legión Extranjera.

Los obreros ofrecieron una encarnizada resistencia a la espera de la incorporación del resto del país a la sublevación. Pero esta no se produjo y el día 18 las tropas acababan con los últimos focos de resistencia. La actuación de estas fue muy desigual: mientras que las peninsulares obraron con comedimiento, las africanas –comandadas por el coronel Yagüe– sembraron el terror. Se calcula que durante los combates murieron más de mil obreros y unos trescientos de las fuerzas de seguridad y el ejército. La represión que siguió fue durísima: más de doscientos muertos y centenares de detenidos, muchos de los cuales fueron sometidos a tortura.

En el resto de España las detenciones rondaron la cifra de treinta mil personas entre militantes sindicalistas y concejales de izquierda de los municipios. Muchos de ellos permanecieron en prisión hasta la victoria, en febrero de 1936, del Frente Popular, que decretó la amnistía. En los consejos de guerra que tuvieron lugar en Barcelona y Oviedo se dictaron veintitrés penas de muerte, de las que finalmente –a causa de la presión de monárquicos y cedistas– se cumplieron dos.

Primero de Mayo

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“Demonstration in Battersea” (1939). Clive Branson.

Uno de los pilares sobre los que se sustentó el proceso de industrialización fue la sobreexplotación de la clase obrera. El trabajo es inherente a la condición humana. La historia es el resultado de la interacción del hombre con la naturaleza, su necesidad de transformarla para poder subsistir y obtener bienes a tal efecto; no es otra cosa que la creación del hombre a través del trabajo. Siempre se ha trabajado, desde los albores de la humanidad, si no hubiera sido imposible evolucionar. Pero ninguna sociedad, hasta la industrial, se había organizado en función del trabajo y del capital por él generado.

El trabajo fue desde estos momentos una mercancía más, al tiempo que la producción se separaba de la vida y se empezaba a producir para los mercados. Desde entonces el trabajo se medirá en tiempo, y en función de las horas o los días que cada productor dedique a tal menester obtendrá una remuneración económica para hacer frente a las exigencias de la vida. También, dicho tiempo vendrá determinado por las necesidades del mercado, al que ha de acoplarse el proceso de producción. El trabajador, pues, dependerá de factores exógenos a la hora de encontrar ocupación, y serán también estos los que, en última instancia, la determinen.

Niña en una fábrica textil de Lincolnton (Estados Unidos) en 1908. Fotografía de Lewis Hine.

Niña en una fábrica textil de Lincolnton (Estados Unidos) en 1908. Fotografía de Lewis Hine.

La principal diferencia del trabajo en la nueva sociedad industrial radicará sobre todo en las condiciones en que ahora se pasa a desenvolverse este: largas y agotadoras jornadas laborales a cambio de un salario insuficiente para poder hacer frente a las necesidades de la vida –incluidas las más apremiantes–, lo que para la clase obrera se traducirá en una mala y exigua alimentación, la imposibilidad de poder residir en otro sitio que no fuera un reducido habitáculo absolutamente insuficiente para albergar a los que allí se hacinaban –la vivienda pasa también a ser una mercancía y los alquileres se disparan–, tener que vestirse con géneros de mala calidad que apenas resguardaban del frío, estar expuestos a todo tipo de enfermedades –especialmente las infecto-contagiosas, que son precisamente las más relacionadas con el estado físico y el grado de higiene y limpieza–, a sufrir accidentes a causa del cansancio, etc. Por otra parte, esta situación comportará la desestructuración de la familia. En la época preindustrial, niños y mujeres trabajaban en el marco de la economía familiar, compaginándose el trabajo para terceros con otras tareas, al ritmo que la propia familia se marcaba en función de sus necesidades. Ahora, en cambio, el trabajo había que buscarlo fuera del hogar, siendo lo más habitual que padre, madre e hijos encontrasen ocupaciones distintas y en horarios diferentes, lo que imposibilitaba cualquier posibilidad de profundizar en los vínculos familiares.

Así las cosas, en 1899 tuvo lugar en París el Congreso Fundacional de la II Internacional, en el que se acordó celebrar el 1 de mayo de 1890 una jornada de lucha a favor de la mejora de las condiciones de trabajo y, en concreto, de la reducción del horario laboral a ocho horas. La elección de la fecha se tomó en recuerdo de los sucesos de Chicago de 1866 en los que cinco obreros de afiliación anarquista –que desde entonces se conocerían como los “mártires de Chicago”– fueron ajusticiados por su participación en las jornadas de lucha para reivindicar las ocho horas.

Ya hacía tiempo que se venían sucediendo protestas para reivindicar la jornada laboral de ocho horas en las más importantes ciudades industriales de Estados Unidos. El 1 de mayo de 1886, 200.000 trabajadores se declararon la huelga. En Chicago –donde las condiciones de vida de los trabajadores eran posiblemente las peores– esta prosiguió   los días 2 y 3 de mayo.

El 4 más de 20.000 se concentraron pacíficamente en Haymarket Square. La manifestación contaba con el preceptivo permiso del alcalde, pero alguien –nunca se ha sabido quién– lanzó una bomba a la policía cuando intentaba disolver el acto. Mató a un oficial e hirió a otros agentes. La policía abrió fuego sobre la multitud, matando e hiriendo a un número desconocido de obreros. Se declaró el estado de sitio y el toque de queda, y en los días siguientes se detuvo a centenares de obreros. De ellos, finalmente se abrió juicio a 31, cifra que luego se redujo a 8, tres de los cuales fueron condenados a prisión y cinco a morir en la horca. Desde el primer momento fue evidente que el juicio estuvo plagado de irregularidades, nada se pudo demostrar sobre su participación en los hechos. Pero se trataba de un acto de venganza y de dar un escarmiento a los “enemigos de la sociedad”.

Manifestación del Primero de Mayo en la plaza de la Concordia de París (1890).

Manifestación del Primero de Mayo en la plaza de la Concordia de París (1890).

Desde 1890 el Primero de Mayo ha venido celebrándose con regularidad –incluso estando prohibida cualquier manifestación, como en la España franquista– y ha constituido un significativo punto de referencia del movimiento obrero. Su legalización en diversos países a lo largo del siglo XX, no obstante, ha desvirtuado en cierta medida su sentido originario, adquiriendo la jornada un tono cada día más lúdico a pesar de que las condiciones de vida y trabajo cada día se acercan más a las de los tiempos que motivaron su nacimiento.

Que hoy en día, 125 años después, no se haya conseguido ya no reducir la jornada de 8 horas que entonces se demandaba, sino que tener un trabajo estable con un salario más o menos digno con dicho horario sea el sueño de muchos, dice muy poco en favor de la sociedad que hemos creado, y digo hemos, no han, pues que el destino de la mayoría dependa cada vez de menos personas no es responsabilidad exclusiva de quienes detentan el poder financiero y de los políticos que eles siguen cual perros falderos, también los es que quienes por acción u omisión permiten –o permitimos– tal estado de cosas. ¿Cómo es esa palabra tan explotada en todos los ámbitos? ¿Progreso?

El derecho a la pereza

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Bremen (Alemania), 1962. Fotografía de Henri Cartier-Bresson.

En estos tiempos en que el trabajo parece que se implora, en que gobernantes y políticos mendigan a los inversores unas migajas de su hacienda como buenos mamporreros que son del poder para que sus administrados puedan seguir existiendo –que no viviendo– con trabajos precarios y sueldos de miseria, en que se asume la marginalidad y la pobreza como algo inherente a cualquier forma de organización social, es más necesario que nunca reivindicar el valor de la propia vida y la toma de las propias decisiones. Y, en consecuencia, el derecho a la pereza, entendida esta como el derecho a vivir, a que el trabajo sea una prolongación de la vida y no al revés. La explotación no alcanza únicamente el tiempo de trabajo, también el dedicado al ocio.

Vivimos tiempos de metamorfosis social. Las bases sobre las que se sustenta la sociedad actual responden a un modelo que comienza a tambalearse. Ya no es el modelo de sociedad que surgió con la Revolución industrial y la Revolución francesa, el capital industrial pasa a ser un apéndice del financiero, la economía productiva está subordinada a la economía especulativa.

Por otra parte, las innovaciones tecnológicas son de tal magnitud que es imposible que pueda haber trabajo –digno y bien remunerado– para todos. El crecimiento continuo es a todas luces inviable. Siempre consumiendo, siempre comprando. ¿Qué? ¿Con qué dinero? La brecha entre ricos y pobres se amplía a marchas forzadas. Puede que también sea inviable que se trabaje menos y se viva mejor –en las condiciones actuales desde luego que no–, pero no por ello hay que pensar que nuestra manera de organizarnos sea inmutable. Los valores que sustentan nuestros principios pueden llegar a ser otros. ¿Por qué no? Cuáles, no lo sé. Cuándo y cómo tampoco. No soy futurólogo. Pero nunca está de más reivindicar el derecho a la pereza. La riqueza no la ha creado solo el capital, ni los bienes, ni la tecnología. Digo yo que el trabajo algo habrá tenido que ver.

“Le droit à la paresse”, edición de 1883.

“Le droit à la paresse”, edición de 1883.

El derecho a la pereza es el título de un opúsculo que publicó Paul Lafargue en 1883, Le droit à la paresse, y que previamente había aparecido en varias entregas en 1880 en el periódico L’Egalité. Lafargue fue un socialista francés que nació en Santiago de Cuba en 1842, pues su padre era un importante propietario de plantaciones de café en el país caribeño. Allí empezó a estudiar medicina, si bien terminó la carrera en Francia, de donde fue expulsado por sus actividades políticas. Se refugió en Inglaterra y fue entonces que conoció a Karl Marx, de quien terminó siendo su yerno (por cierto, a este no le hacía demasiada gracia que se casara con su hija Laura, no creía que pudiera ofrecerle un futuro demasiado prometedor).

Poco después, Marx lo envió a España, donde intentó fundar una sección marxista de la Primera Internacional, destinada a contrarrestar la influencia bakuninista. Acogido por Pablo Iglesias en Madrid, fue uno de los impulsores del movimiento socialista español. Regresó Francia en 1882 y fundó, con Guesdes, el Partido Obrero, que acabaría integrándose en la Sección Francesa de la International Obrera, germen del actual Partido Socialista de Francia.

Paul Lafargue en 1871.

Paul Lafargue en 1871.

Paul Lafargue se suicidó junto con Laura el 26 de noviembre de 1911, dejando un escrito en el que explicaba los motivos: “Estando sano de cuerpo y espíritu, me quito la vida antes de que la impecable vejez me arrebate uno después de otro los placeres y las alegrías de la existencia, y de que me despoje también de mis fuerzas físicas e intelectuales; antes de que paralice mi energía, de que resquebraje mi voluntad y de que me convierta en una carga para mí y para los demás. (…) Muero con la alegría suprema de tener la certidumbre de que, en un futuro próximo, triunfará la causa por la que he luchado durante 45 años. !Viva el comunismo! !Viva el socialismo internacional!”. Paul tenía 69 años y Laura 66, y ambos, sin descendencia, habían acordado tal medida hacía tiempo

Gran expositor de las doctrinas marxistas, escribió Le Socialisme et la conquête des pouvoirs publics (1899) y Le déterminisme économique de K .Marx (1909), entre otras obras. Pero ninguna como El derecho a la pereza, que gozó de gran popularidad en su momento si bien esta fue decayendo a medida que el socialismo –sobre todo después de la Revolución rusa de 1917– hizo suyo el término productividad. En El derecho a la pereza defendía una sociedad basada en la utilización de las máquinas y la tecnología para liberar al ser humano del trabajo, al que nadie debería dedicar más de tres horas diarias, pudiendo disfrutar del resto del tiempo para su propia realización personal. ¿Hay algo más actual en un mundo en que la tecnología ha alcanzando niveles inimaginables hace solo pocas décadas atrás?

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos, escribe Lafargue. Las máquinas [sustituyan máquinas si quieren por el instrumento o aparato que consideren] deben estar al servicio del hombre, no al revés, hay suficientes adelantos tecnológicos para no trabajar más de tres o cuatro horas diarias, pero la codicia… ¿Por qué han de existir los menesterosos cuando cada día se avanza más en la tecnología, en la ciencia? Si todas las necesidades humanas pueden satisfacerse. Pero, sobre todo, se pregunta Lafargue, ¿por qué hay tanta gente que acepta su triste suerte con absoluta resignación? Su respuesta: El proletariado, traicionando sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el dogma del trabajo (…) Un ciudadano que entrega su trabajo por dinero se degrada a la categoría de los esclavos, comete un crimen, que merece años de prisión. Cierto, ¿qué es eso del amor al trabajo? El trabajo un vicio, ¡qué acertado! No comprenden que el sobretrabajo que se infligieron en los tiempos de pretendida prosperidad es la causa de su miseria presente. (…) Dennos trabajo; no es el hambre sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta. Y estos miserables, que apenas tienen la fuerza como para mantenerse en pie, venden doce y catorce horas de trabajo a un precio dos veces menor que en el momento en que tenían pan sobre la mesa. Y los filántropos de la industria aprovechan la desocupación para fabricar a mejor precio.

Ahora bien, prosigue Lafargue, convencer al proletariado de que la palabra que se les inoculó es perversa es una tarea ardua superior a mis fuerzas. ¿Cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril? Todo es inútil: burgueses que comen en exceso, clase doméstica que supera a la clase productiva, naciones extranjeras y bárbaras que se sacian de mercancías europeas; nada, nada puede llegar a absorber las montañas de productos que se acumulan más altas y más enormes que las pirámides de Egipto: la productividad de los obreros europeos desafía todo consumo, todo despilfarro (…) a pesar de la sobreproducción de mercancías, a pesar de las falsificaciones industriales, los obreros invaden el mercado de manera innumerable, implorando: ¡trabajo!, ¡trabajo! Como los loros de la Arcadia, repiten la lección de los economistas: «Trabajemos, trabajemos para incrementar la riqueza nacional». ¡Idiotas! Pero si hasta Dios descansó para toda la eternidad tras seis días de trabajo. Eso sí, él mandaba, y les dijo a los demás que debían ganar el pan con el sudor de su frente, de la suya, no la de él, él a descansar. Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, para que, volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Hay que luchar por el placer, no por el trabajo, por los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados.

Insisto: más actual imposible.