Tránsito en espiral (1960). Remedios Varo.
En la casa de campo de mis abuelos paternos, a unos pocos kilómetros del pueblo en que nació mi padre, cercana a un antiguo balneario, pasábamos todos los meses de agosto. El río que trascurría prácticamente a su lado, el bello paisaje de sauces que lo envolvía, el mismo balneario ya en desuso, los recovecos que se abrían por doquier, los exploraba cual intrépido aventurero que unas veces era un indio, otras un vaquero, un bandolero tipo Robin Hood, un fugitivo de alguna causa injusta o cualquier otro personaje que la mente de un niño puede imaginar, que no son pocos. La ciudad quedaba entonces lejos, muy lejos, y el colegio, los maestros, los exámenes…
Cuando el tiempo lo impedía, cuando hacían su aparición las fugaces tormentas de verano, subía al desván, a escudriñar los múltiples objetos que allí se almacenaban, muchos de ellos ausentes del recuerdo. Había muchos libros de mi abuelo, impenitente lector, ya entonces fallecido. Mi abuela, a quien los achaques de la edad empezaban a hacer estragos, iba a venirse a vivir con nosotros. Escuché que iban a vender la casa y cambiar el campo por la playa. Tal vez por eso, los libros de mi abuelo estaban allí, en cajas de cartón, como tantas otras cosas. Empecé a ojearlos, las fotografías las tenía ya muy vistas. Me llamó la atención un volumen, de menor grosor que los demás. Su encuadernación era preciosa, de piel de color rojo y estampaciones en oro formando triángulos en las cuatro esquinas de la portada, en cuyo centro había un curioso sol con sus rayos, también dorado, bajo el cual, troquelado, aparecía el título: La imaginaria ciudad del sol –que me resultó de lo más sugerente– y el nombre del autor: Tomasso Campanella. Lo de Campanella me hizo gracia.
Comencé a leer, su comprensión no era difícil. Pronto en mi imaginación comenzó a tomar forma aquella ciudad situada sobre una colina y dividida en siete grandes círculos, en los que había inmensos palacios, galerías en cuyas paredes se representaban figuras matemáticas y se describía la tierra, ánforas adosadas a los muros llenas de centenarios brebajes que usaban como remedios de sus enfermedades, paredes en las que había pintadas toda clase de piedras preciosas y vulgares, todos los mares, ríos, lagos y fuentes del mundo, todas las especies de árboles y hierbas, de peces, aves y animales terrestres, todas las artes mecánicas, sus instrumentos y el diferente uso que de cada uno de ellos se hacía en las diferentes naciones… Su modo de vida era muy distinto al que conocía. En la Ciudad del Sol todo era de todos, hasta los placeres, cada uno de sus moradores recibía de la comunidad, regida por sabios, lo que necesitaba.
Fui a por una libreta y un lápiz. Me marchaba al día siguiente y deducía que era el último mes de agosto que pasaría allí. Copié algunas de las frases que más sugerentes me parecían (también desconcertantes): Hombres y mujeres visten igual (…) todos se educan en todas las artes y aprenden con facilidad (…)las casas, los dormitorios, los lechos y todas las demás cosas necesarias son comunes (…) cambian de vestido cuatro veces al año y son los médicos quienes determinan la clase y necesidad de los vestidos (…) la soberbia es repudiada como el vicio más execrable (…) no existe la fea costumbre de tener siervos pues se bastan y sobran a sí mismos (…) las funciones y servicios se distribuyen a todos por igual, ninguno tiene que trabajar más de cuatro horas al día (…) la pobreza extrema convierte a los hombres en viles, astutos, engañosos, ladrones, intrigantes, vagabundos, embusteros, testigos falsos, etc., la riqueza los hace insolentes, soberbios, ignorantes, traidores, petulantes, falsificadores, jactanciosos, egoístas, provocadores, etc., la comunidad hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al mismo tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos…
Hoy, casi cincuenta años después, buscando otras cosas –como suele ser habitual en estos casos–, he encontrado aquella libreta, ya de hojas amarillentas y ajada escritura. El tiempo pasa, los recuerdos caen en el olvido. Hasta que despiertan de nuevo. Como ahora. Entonces, la memoria vuelve a ser realidad. Digo bien: realidad (“Lo que es efectivo o tiene valor práctico, en contraposición con lo fantástico e ilusorio”, RAE). Y es que, como dijo Simone de Beauvoir “¿Qué es un adulto? Un niño inflado por la edad”.
Publicado originalemnte en mi blog Música de Comedia y Cabaret en septiembre de 2015.
Reblogueó esto en El Noticiero de Alvarez Galloso.
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Es un placer leer este relato. He disfrutado imaginando aquel desván y aquellos libros. Una maravilla de escritura. Enhorabuena.
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Muchísimas gracias. Es muy agradable entrar al blog y encontrarse con comentarios como este.
Afectuosos saludos y ¡salud!
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Todo lo bueno está escrito ya… Lo malo está por venir, queriendo imponer una nueva «bondad»…
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Están abonando el terreno con la excusa del coronavirus.
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Me he desinflado recordando la troje de un familiar en la que había muchos libros en un baúl. Preciosa historia. Me gusta. Saludos.
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Celebro que te haya gustado, Iñaki, y que haya llevado a tu mente viejos recuerdos.
Muchísmas gracias. Afectuosos saludos y ¡salud!
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Qué buenos aromas añejos flotan en el recuerdo de esas vivencias que se llegan hasta la adultez como si el tiempo se hubiera detenido.
Salud.
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Bueno, no es un recuerdo, sino simple ficción. Yo por entonces leía a Julio Verne.
Muchísimas gracias por tan amable comenterio.
Afetuosos saludos y, sobre todo, ¡salud!
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Bello texto. Todo. Y la cita final de » ¿Qué es un adulto? Un niño inflado por la edad” de Simone de Beavoir es genial ¿Será de La Vejez? La relaciono con una frase de Tati Almeyda titular de Madres de Plaza de Mayo que dice que ella no es vieja, sino que tiene juventud acumulada. Abrazo compañero.
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Digo muchas veces que con los restos también se puden cocinar buenos platos. Este texto es uno de los sobrantes (con ligeras modificaciones) de mi primer borrador de «El viaje».
Completamente de acuerdo con Tati Almeyda. Nunca dejaré a mi yo niño. Hay que sobrevivir.
Un abrazo (virtual, no puede ser de otro modo por aquello del confinamiento), compa. Y ¡salud!
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Muy bonito 🤩
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Muchísmas gracias. Mis mejores deseos.
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😊
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