El derecho a la pereza

En estos tiempos en que el trabajo parece que se implora, en que gobernantes y políticos mendigan a los inversores unas migajas de su hacienda como buenos mamporreros que son del poder para que sus administrados puedan seguir existiendo –que no viviendo– con trabajos precarios y sueldos de miseria, en que se asume la marginalidad y la pobreza como algo inherente a cualquier forma de organización social, es más necesario que nunca reivindicar el valor de la propia vida y la toma de las propias decisiones. Y, en consecuencia, el derecho a la pereza, entendida esta como el derecho a vivir, a que el trabajo sea una prolongación de la vida y no al revés. La explotación no alcanza únicamente el tiempo de trabajo, también el dedicado al ocio.

Vivimos tiempos de metamorfosis social. Las bases sobre las que se sustenta la sociedad actual responden a un modelo que comienza a tambalearse. Ya no es el modelo de sociedad que surgió con la Revolución industrial y la Revolución francesa, el capital industrial ha pasado a ser un apéndice del financiero y la economía productiva está subordinada a la economía especulativa.

Por otra parte, las innovaciones tecnológicas son de tal magnitud que es imposible que pueda haber trabajo –digno y bien remunerado– para todos. El crecimiento continuo es a todas luces inviable. Siempre consumiendo, siempre comprando. ¿Qué? ¿Con qué dinero? La brecha entre ricos y pobres se amplía a marchas forzadas. En las condiciones actuales es inviable que se trabaje menos y se viva mejor, pero las condiciones actuales no son inmutables. Tampoco es una utopía pensar que podamos organizarnos socialmente de otra manera. La mayor utopía es creer que el orden social existente es inmutable. ¿Cambiará este? Seguro. ¿Cuándo? ¿Cómo? Ni idea. No soy futurólogo. ¿A mejor? Lo dudo. Cierto es que el actual modelo social se sostiene, como todo, sobre una base. Pero esta base está podrida. La base es el hombre y el hombre no cambiará.

Aun así, reivindico y reivindicaré el derecho a la pereza, a la vaguería, la lucha por el placer y no por el trabajo. Por vivir. Simplemente vivir y no limitarnos a existir. Este razonamiento es el que inspiró a Paul Lafargue a escribir en 1883 el opúsculo Le droit à la paresse, que se publicó en 1883 y que previamente había aparecido en varias entregas en 1880 en el periódico L’Egalité. Lafargue fue un socialista francés que nació en Santiago de Cuba en 1842, pues su padre era un importante propietario de plantaciones de café en el país caribeño. Allí empezó a estudiar medicina, si bien terminó la carrera en Francia, de donde fue expulsado por sus actividades políticas. Se refugió en Inglaterra y fue entonces que conoció a Karl Marx, de quien terminó siendo su yerno (por cierto, a este no le hacía demasiada gracia que se casara con su hija Laura, no creía que pudiera ofrecerle un futuro demasiado prometedor).

Poco después, Marx lo envió a España, donde intentó fundar una sección marxista de la Primera Internacional, destinada a contrarrestar la influencia bakuninista. Acogido por Pablo Iglesias en Madrid, fue uno de los impulsores del movimiento socialista español. Regresó Francia en 1882 y fundó, con Guesdes, el Partido Obrero, que acabaría integrándose en la Sección Francesa de la International Obrera, germen del actual Partido Socialista de Francia.

Paul Lafargue se suicidó junto con su esposa, Laura, el 26 de noviembre de 1911, dejando un escrito en el que explicaba los motivos: “Estando sano de cuerpo y espíritu, me quito la vida antes de que la impecable vejez me arrebate uno después de otro los placeres y las alegrías de la existencia, y de que me despoje también de mis fuerzas físicas e intelectuales; antes de que paralice mi energía, de que resquebraje mi voluntad y de que me convierta en una carga para mí y para los demás. […] Muero con la alegría suprema de tener la certidumbre de que, en un futuro próximo, triunfará la causa por la que he luchado durante 45 años. !Viva el comunismo! !Viva el socialismo internacional!”. Paul tenía 69 años y Laura 66, y ambos, sin descendencia, habían acordado tal medida hacía tiempo.

Gran expositor de las doctrinas marxistas, escribió Le Socialisme et la conquête des pouvoirs publics (1899) y Le déterminisme économique de K .Marx (1909), entre otras obras. Pero ninguna como El derecho a la pereza, que gozó de gran popularidad en su momento, si bien esta fue decayendo a medida que el socialismo –sobre todo después de la Revolución rusa de 1917– hizo suyo el término productividad. En El derecho a la pereza defendía una sociedad basada en la utilización de las máquinas y la tecnología para liberar al ser humano del trabajo, al que nadie debería dedicar más de tres horas diarias, pudiendo disfrutar del resto del tiempo para su propia realización personal. ¿Hay algo más actual en un mundo en que la tecnología ha alcanzando niveles inimaginables hace solo pocas décadas atrás?

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos, escribe Lafargue. Las máquinas [sustituyan máquinas si quieren por el instrumento o aparato que consideren] deben estar al servicio del hombre, no al revés, hay suficientes adelantos tecnológicos para no trabajar más de tres o cuatro horas diarias, pero la codicia… ¿Por qué han de existir los menesterosos cuando cada día se avanza más en la tecnología, en la ciencia? Si todas las necesidades humanas pueden satisfacerse. Pero, sobre todo, se pregunta Lafargue, ¿por qué hay tanta gente que acepta su triste suerte con absoluta resignación? Su respuesta: El proletariado, traicionando sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el dogma del trabajo […]. Un ciudadano que entrega su trabajo por dinero se degrada a la categoría de los esclavos, comete un crimen, que merece años de prisión. Cierto, ¿qué es eso del amor al trabajo? El trabajo, un vicio, ¡qué acertado! No comprenden que el sobretrabajo que se infligieron en los tiempos de pretendida prosperidad es la causa de su miseria presente. […] Dennos trabajo; no es el hambre sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta. Y estos miserables, que apenas tienen la fuerza como para mantenerse en pie, venden doce y catorce horas de trabajo a un precio dos veces menor que en el momento en que tenían pan sobre la mesa. Y los filántropos de la industria aprovechan la desocupación para fabricar a mejor precio.

Ahora bien, prosigue Lafargue, convencer al proletariado de que la palabra que se les inoculó es perversa es una tarea ardua superior a mis fuerzas. ¿Cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril? Todo es inútil: burgueses que comen en exceso, clase doméstica que supera a la clase productiva, naciones extranjeras y bárbaras que se sacian de mercancías europeas; nada, nada puede llegar a absorber las montañas de productos que se acumulan más altas y más enormes que las pirámides de Egipto: la productividad de los obreros europeos desafía todo consumo, todo despilfarro […] a pesar de la sobreproducción de mercancías, a pesar de las falsificaciones industriales, los obreros invaden el mercado de manera innumerable, implorando: ¡trabajo!, ¡trabajo! Como los loros de la Arcadia, repiten la lección de los economistas: ‘Trabajemos, trabajemos para incrementar la riqueza nacional’. ¡Idiotas! Pero si hasta Dios descansó para toda la eternidad tras seis días de trabajo. Eso sí, él mandaba, y les dijo a los demás que debían ganar el pan con el sudor de su frente, de la suya, no la de él, él a descansar. Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, para que, volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Hay que luchar por el placer, no por el trabajo, por los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados.

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Esta es una segunda versión (modificada) de la entrada que publiqué el 30 de enero de 2018.

8 pensamientos en “El derecho a la pereza

  1. Vaya por delante que no soy racista, o al menos conscientemente, en el sentido de la superioridad de una raza sobre otra. Pero sí que creo que cada raza, etnia, grupo humano, o como lo queramos llamar, tiene como parte de su idiosincrasia determinadas características que les diferencian de los demás, y que algunas de las mismas, o más bien un buen número de ellas, se utilizan para imponerse al resto de congéneres.
    Factores genéticos, culturales, ambientales, o lo que Vd. quiera (voy a hacer aquí un poco de sociólogo o antropólogo de vuelo gallináceo, no siendo ni una cosa ni otra), determinan un determinado comportamiento distinto y diferenciado en cada uno de estos grupos.
    Así, he podido observar que en un extremo, los individuos de raza blanca, generalmente nórdicos y centro europeos, tienen como característica común una propensión depredadora hacia el trabajo. Y digo depredadora, porque imbuidos de ese insano amor al esfuerzo, se han cargado su entorno talando los bosques, secado pantanales, exterminado especies animales, y modificando el paisaje en aras de una acumulación de riquezas que curiosamente, y al contrario que otros grupos humanos más “perezosos”, no disfrutan y lucen. No creo que se deba confundir con ambición, el término depredación me parece más adecuado, pues se asemejan en cierto sentido a un lobo al que, muy posiblemente porque no sabe que va a suceder mañana, su instinto le hace matar más de lo que va poder ingerir. A favor del lobo, este no presume de inteligencia.
    En otro extremo, una parte de las tribus negras, que han conservado su hábitat, las selvas, las sabanas, las grandes manadas de rumiantes, los primates, los grandes depredadores, etc., etc.. en fin, que no explotaban su entorno más que lo justo y necesario para cubrir sus necesidades más perentorias, y no acumulaban posesiones más allá de lo que fueran a utilizar o consumir. Y dado que no había necesidad de más bienes por falta de demanda, no conocían la producción industrial ni el trabajo como lo entendemos nosotros los occidentales.
    No es difícil de adivinar quien se ha impuesto a quien y a que velocidad. Y el contagio cultural que ha supuesto, siendo hoy dominante lo que llaman la cultura del esfuerzo, que más bien parece la del esfuerzo por cargarse el planeta (estéril por otro lado, el planeta vencerá pues tiene de su lado al tiempo).
    Lo peor de esta mal llamada cultura no solo es el impacto ambiental que genera, es también, y para mí en mayor grado de perjuicio, el impacto social, la alienación del individuo, la carta de naturaleza dada a la explotación humana.
    En definitiva, que en las cajetillas de tabaco, debería de poner “el trabajo mata” en vez de las gilipollescas frases que se les ha ocurrido poner.
    A vivir, que son dos dias.
    Un brindis por la dolce far niente. Salud.

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