Whisky

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Manuel Cerdà

Decía Mark Twain –o dicen que decía, pues tomo la cita de Internet y no está verificada– que “demasiado de algo es malo, pero demasiado de un buen whisky es apenas suficiente”. De un buen whisky, por supuesto.

El whisky puede ser en muchas ocasiones un fiel aliado para deshacer los entuertos que se crean en la mente y, así, encontrar sentido al sinsentido. O lo que es lo mismo: acabar dándose cuenta de que el único sentido de las cosas es que carecen de él. Claro que ello significa despertar al día siguiente con resaca, y la resaca es mayor cada día a medida que avanzamos en edad. Es lo que tiene el alcohol: los efectos secundarios. Por supuesto, si uno toma whisky –cualquier otra bebida espirituosa– los efectos se amortiguarán muy posiblemente con alguna copa de más, incluso podrán llegar a desparecer (momentáneamente, claro). Pero poco a poco también irán despareciendo los afectos (y estos no momentáneamente).

Ahora bien, en este caso da igual tomar whisky que cualquier otra cosa con tal de contenga alcohol, pues no es el placer lo que se busca. Y no es esto. Beber whisky es otra cosa. Es placer, es disfrutar. Si no lo goza mejor no lo tome. El whisky no deja de ser un aguardiente, eau-de-vie como dicen los franceses. Saber vivir incluye saber beber. Paladear un buen whisky –insisto en lo de buen whisky (y sin hielo, por supuesto)– es saborear un poco de “sol líquido”, como definía George Bernard Shaw este licor de color dorado pajizo.

En todo caso que cada uno haga de su capa de un sayo. Al fin y al cabo, siempre –o casi siempre– le ocurrirá lo que cuenta Carson McCullers en su relato de 1943 La balada del café triste:

La bebida de la señorita Amelia tiene una cualidad especial. Se nota limpia y fuerte en la lengua, pero una vez dentro de uno irradia un calor agradable durante mucho tiempo. Y eso no es todo. Como es sabido, si se escribe un mensaje con jugo de limón en una hoja de papel, no quedan señas de él. Pero si se pone el papel un momento delante del fuego, las letras se vuelven marrones y se puede leer lo que contiene. Imaginen que el whisky es el fuego y que el mensaje es lo más recóndito del alma de un hombre: solo así se comprende lo que vale la bebida de la señorita Amelia. Cosas que han pasado inadvertidas, pensamientos ocultos en la profunda oscuridad de la mente, de pronto son reconocidos y comprendidos. Un obrero textil que no piensa más que en telar, en la fresquera, en la cama y vuelta al telar; este obrero bebe unas copas el domingo y se tropieza con un lirio de la ciénaga. Y toma esta flor y la pone en la palma de su mano, examina el delicado cáliz de oro y de pronto le invade una dulzura tan intensa como un dolor. Y ese obrero levanta de pronto la mirada y ve por primera vez el frío y misterioso resplandor del cielo de una noche de enero, y un profundo terror ante su propia pequeñez le oprime el corazón. Cosas como estas son las que ocurren cuando uno ha tomado la bebida de la señorita Amelia. Uno podrá sufrir o podrá consumirse de alegría, pero la experiencia le habrá mostrado la verdad; habrá calentado su alma y habrá visto el mensaje que se ocultaba en ella.

Me han dicho que en esta foto tengo una expresión un tanto beatífica. Y es que más que bebiendo un excelente whisky, estoy disfrutando, estoy viviendo.

Pajas mentales aparte, me quedo con la canción de la película de Cigarettes, whisky et p’tites pépées (1959) del mismo título que interpretaba Annie Cordy.

Cigarrillos, whisky y chavalas

te tejan grogui y te vuelven un tanto loco.

Cigarrillos, whisky y chavalas.

Si esta es tu vida

tienes razón para amarla.

Sabes que fumar es malo para la voz,

que el alcohol no es bueno para el hígado,

que las chavalas son fatales para el corazón,

pero quien prueba las tres cosas dice que no hay nada mejor.

Pues eso. Feliz día. Yo voy a tomarme un whisky. ¡A su salud!

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