
“El peregrino” (1966), óleo de René Magritte (fragmento).
Contrariamente a lo que hubiera cabido esperar, el acceso del hombre al conocimiento, que no al pensamiento, no ha supuesto liberación alguna para el ser humano. Las contradicciones afloran como si hubiesen estado ocultas en lo más hondo de la mayor profundidad, cual sombras chinescas que hastiadas de tanto luto necesitan luz y color, anunciando el fin de la historia, pues hemos llegado, dicen quienes así piensan, al mejor de los mundos posibles y, en consecuencia, a la última etapa de la evolución humana, lo que probablemente sea cierto, aunque por razones muy distintas de las que alegan argumentos a favor de tal extravagante razonamiento: la pérdida progresiva de valores e ideas por la abstracción de toda experiencia, la pasividad con que afrontamos el devenir, el desaliento, la aniquilación.
Hemos empobrecido intelectualmente, nuestra capacidad de pensar es cada vez más limitada. Las injusticias y desigualdades son tan habituales que ya forman parte del ordenamiento natural, represión y prohibición atenúan la tolerancia –todo tiene sus límites, no todo puede hacerse, pretextan– y acrecientan la conformidad y la resignación. Es el tiempo inmóvil este que vivimos, paradójicamente, de manera tan acelerada. Y es que una cosa es conocer, otra muy distinta es saber. Se pueden conocer muchas cosas pero no saber nada de ellas.