
Camilla de la cámara de la muerte de una prisión de Texas y Daniel López.
Ayer miércoles fue ejecutado –es decir, asesinado– en la prisión de Huntsville (Texas, Estados Unidos), Daniel López, hispano de 27 años, mediante la inyección letal. El 11 de marzo de 2009, López agredió a un policía que trataba de detenerle por una infracción de tráfico y se dio a la fuga. Cuando escapaba –en una persecución a alta velocidad– atropelló a otro policía que estaba colocando un dispositivo pincha-llantas en la carretera.
Es fácil condenar al culpable, lo difícil es comprenderlo. Lo dijo Dostoievski. Naturalmente, comprender no significa compartir motivaciones ni justificar comportamientos, simplemente contextualizar la acción, entender las causas.
La pena de muerte es casi tan antigua como la humanidad. Es, de hecho, el castigo grave más viejo. También el más cruel. Y una muestra de que los humanos no siempre hemos evolucionado a mejor, que la historia como progreso no es más que una falacia occidental para justificar lo injustificable. Aunque, como sea el caso, el mismo reo rechazase un acuerdo con los fiscales por el que le hubieran condenado a cadena perpetua a cambio de declararse culpable y pidió la pena de muerte.
Que la, aparentemente, “nación más civilizada del mundo”, es decir, Estados Unidos, mantenga en vigor la pena de muerte dice poco a favor de Occidente. Claro que en la Unión Europea no se aplica e incluso se critica abiertamente a Estados Unidos su no abolición, pero las palabras nunca se concretan en hechos. Demasiados intereses. Mientras, miles de presos viven ―es un decir― la tortura de saber que cada día puede ser el último durante un tiempo impredecible, una acción cruel y absolutamente inhumana.
La pena de muerte no es una “herramienta” para impartir justicia, sino todo lo contrario: una injusticia en sí misma. Pero, además, a la arbitrariedad de su aplicación hay que sumar la ligereza con que se hace. Un informe sobre la pena de muerte en Estados Unidos indica que las pruebas del ADN han revelado errores en los casos de 69 condenados a la pena capital, lo que muestra que hay muchos más inocentes en espera de ser ejecutados de lo que se creía.
¿Se puede degradar a un ser humano (haya hecho lo que haya hecho) hasta esos límites? ¿Se puede someter a alguien a una tortura permanente de tal calibre? ¿Se puede jugar de ese modo con la vida (muchas ejecuciones en Estados Unidos obedecen a motivaciones claramente electoralistas)? ¿Y si se ha producido un error? ¿Quién lo repara? ¿Cómo? De ninguna manera. La pena de muerte es incompatible no sólo con un Estado de derecho, sino con el propio significado de la palabra humanidad.
“Cuando Estados Unidos abandone por fin la horrenda práctica de la pena capital, los primeros años del siglo XXI se observarán como un periodo peculiar durante el cual personas razonables para muchos otros temas debatían acaloradamente cómo matar a otras personas infringiendo la menor cantidad de dolor constitucionalmente admitida.” (The New York Times, editorial del 27 de enero de 2015).