Hay quienes se consideran tan buenos conocedores de experiencias que se creen en la obligación de transmitir su pericia a los demás y que, así, no carezcamos de referentes en quién mirarnos de manera fácil, sin que ni siquiera hagan faltan los sentidos para ello. Hay quien escribe su experiencia, aunque fantasea sobre ella, haciendo que de ese modo pueda él creerse también las grandes mentiras que ha vivido. Escriben novelas, o poesías; ensayos también. Algunos, más pretenciosos, en cambio, convierten todo lo que pasó en historia. Investigan, saben, conocen lo que sucedió, o eso sostienen. Vanidad y jactancia. Solo los comprenden los ya avezados. Se escribe para los que saben escribir, para los que saben descifrar. Los únicos que les entienden son los ya entendidos, los vencedores. Los derrotados nunca se enteran y siguen siendo derrotados, aunque imiten, aunque mimeticen. Sus vidas son contadas a los vencedores. Con total impunidad. A los dueños de la experiencia. Bendiciones mil de las instancias oficiales y académicas. Una forma como otra de lavar conciencias, advertencias de lo que pudo suceder para que no ocurra de nuevo, sentimientos ajenos de los que nos apropiamos y diluimos en nuestra miseria, sabedores de que siempre seremos menos miserables que los miserables de los que se cuentan sus historias. Al fin y al cabo ellos nunca lo leerán.