
“Bedlam Furnace, Madeley Dale, Shropshire” (1803), acuarela de Paul Sandby Munn.
Desde mediados del siglo XVIII gran parte de Europa occidental, y Gran Bretaña de forma singular, conocieron un conjunto de cambios tecnológicos y sociológicos, propiciados por el proceso de industrialización, que conllevaron unas trasformaciones económicas y sociales sin precedentes hasta entonces. La humanidad estaba a punto de experimentar el cambio más trascendental de toda su existencia.
La Revolución industrial se materializó de forma diferente en cada país, pero en todos los lugares donde tuvo lugar actuaron como elemento común profundos trastornos sociales, consecuencia del cambio que experimentaban las estructuras sobre las que se asentaba la sociedad del Antiguo Régimen a otras más modernas que caracterizan la nueva sociedad industrial. La centralización de la producción en fábricas frente la antigua empresa familiar, la especialización de la actividad económica en vistas al merado nacional e internacional, el trasvase de población de los núcleos rurales a los centros urbanos, la aparición de nuevas clases sociales y de otra manera de entender las relaciones laborales –con una férrea disciplina en el trabajo y la sujeción a rígidos horarios en sombrías fábricas infernales– supusieron un cambio radical en la manera de vivir, en la propia concepción del mundo, de las clases populares. Este cambio no se llevó a cabo sin una fuerte resistencia por parte de los grupos afectados, que se manifestó en un importante número de conflictos sociales que, en un principio, tuvieron como objetivo primordial la destrucción de uno de los elementos más representativos del nuevo orden capitalista: las máquinas.
A finales de Setecientos, los trabajadores textiles de Leeds (Gran Bretaña) se quejaban de que las máquinas dejaban sin trabajo a miles de obreros, que por ello no podían “mantener a sus familias” al estar “privados de la posibilidad de enseñar un oficio a sus hijos”. Además, decían, comportan la despoblación, el abandono del comercio y la ruina de los agricultores. Podríamos citar muchos más ejemplos como este, pero en todos llegaríamos a la conclusión de que la introducción la maquinaria industrial dañaba seriamente los intereses de los trabajadores y era, por tanto, un enemigo natural al que había que destruir.
Según una vieja tradición, la palabra “ludita” –nombre con el que se conoce al destructor de máquinas– deriva de un tal Ned Ludlam (o Ludd), aprendiz de tejedor en Leicester (Gran Bretaña), quien en 1779 destruyó los telares de su maestro empleador al no poder soportar más las continuadas prisas y regañinas de este. Sin embargo, el ludismo no es un fenómeno nuevo de la sociedad industrial; desde el siglo XVI encontramos actos luditas en la historia de Gran Bretaña. Pero su generalización se producirá durante el proceso de liquidación de la legislación paternalista del Antiguo Régimen y la consiguiente aparición de la legislación laboral en la nueva sociedad de clases, en la que el trabajador era considerado únicamente una mercancía más de un orden social en el que el capitalista tenía plena libertad “para destruir las costumbres que regían la actividad comercial e industrial en general, bien mediante nueva maquinaria, el sistema de factoría o por una competencia sin restricciones, y reducción de salarios, desbancando a los rivales y envileciendo los niveles de vida y trabajo de la mano de obra cualificada.” [E.P. Thompson (1963): La formación de la clase obrera en Inglaterra]
Este nuevo orden social comportó una profunda transformación del modo de vida de la clase obrera: la ruptura que respecto al mundo anterior suponía la férrea disciplina de la fábrica, las insalubres condiciones en que llevaba a cabo su trabajo, la ocupación de mujeres y niños en las mismas condiciones, las largas y agotadoras jornadas laborales…, eran elementos ciertamente nuevos que no podían ser bien recibidos por la comunidad trabajadora. No ha de extrañarnos, pues, que esta sintiera una cierta nostalgia por el mundo preindustrial ante la agresión que suponía el industrialismo y que fueran las máquinas –símbolo del nuevo orden– el principal objetivo de su ira.
En la década de 1830 los condados del sur y el este de Inglaterra ─Hampshire y Wiltshire sobre todo─ se vieron agitados por una sucesión de revueltas campesinas: los trabajadores marchaban de un pueblo a otro en petición de mayores salarios, destrozando las máquinas trilladoras y quemando graneros y almiares. Capitán Swing era la firma que figuraba al pie de las cartas amenazadoras que, en los días anteriores a las revueltas, habían recibido los terratenientes, clérigos y granjeros acomodados, presentando las peticiones de los trabajadores.
Decía The Times que “casi no pasa una noche sin que a algún arrendatario le incendien una parva o un granero”. Los destructores de máquinas eran predominantemente “campesinos” o jornaleros agrícolas. Del volumen de la revuelta podemos hacernos una idea al considerar que hubo casi 2.000 personas juzgadas en 30 condados, 19 de las cuales fueron ejecutadas, 600 encarceladas y 500 deportadas a las colonias australianas.
¿Quién era el Capitán Swing? Son muchas las versiones que circularon en su día sobre él. Algunos lo describían como un desaliñado vagabundo, para los más era un respetable “forastero con una extraña vestimenta, pero de modales aparentemente por encima de las clases bajas”. Lo cierto es que todos y nadie vieron a Swing –como a Ludd–, que posiblemente nunca pasó de ser un personaje imaginario, un nombre utilizado para dar crédito a las cartas amenazadoras, las “cartas Swing”. Estas advertían a la víctima de las calamidades que le sobrevendrían si no accedía a las demandas del remitente, siendo el incendio la amenaza más frecuente. La mayoría eran lacónicas, como la siguiente: “Señor: Esta carta es para advertiros que si vuestras trilladoras no son destruidas por vos mismo, nosotros podremos manos a la obra. Firmado en nombre de todos. Swing”. O: “Esta es para informaros de lo que os sucederá, caballeros, si no destruís vuestras trilladoras y eleváis los salarios de los pobres y dais dos chelines y seis peniques diarios a los casados y dos chelines a los solteros. Os incendiaremos vuestros graneros con vosotros dentro. Este es el último aviso”. Nadie, sin embargo, hay que aclarar, fue quemado jamás con sus propiedades. Los ataques estuvieron siempre dirigidos contra la propiedad, no contra la vida de las personas, lo que muestra, como señalan Hobsbawm y Rudé [“Revolución industrial y revuelta agraria. El capitán Swing”, 1969] que “la escala de valores de los trabajadores era diametralmente opuesta a la de las clases altas, para quienes la propiedad era más preciosa ante la ley que la misma vida”.
Los sucesos de 1830 no son solo un ejemplo de movimiento campesino: también constituyen el único caso de un movimiento ludita que consiguió triunfar. La maquinaria no volvió a ser introducida en la campiña inglesa en la misma escala en que lo había sido antes de 1830. Se trataba de un intento por reafirmar los derechos de los trabajadores en tanto que hombres y ciudadanos en el nuevo orden social, un orden que los convertía prácticamente en esclavos, pues el capitalista tenía plena libertad para destruir las costumbres que regían la actividad laboral.
Movimientos como los del Capitán Swing se extendieron a otros países (Francia, Bélgica, Alemania, España…) a medida que avanzaba la Revolución industrial, pero no impidieron que esta siguiera adelante gracias a la explotación sin límites de los trabajadores, a los que se les daba menor valor que a las mercancías, aunque sí sirvieron para frenar innumerables abusos e injusticias. Hoy, me temo, los luditas serían calificados de terroristas.
Extracto de mi artículo “El ludisme” (1985), Debats, núm. 13, 5-15.
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