El campo de Dachau
Mañana, 29 abril, se cumplen 70 años de la liberación del campo de concentración de Dachau, el primero de los campos nazis, el único activo durante todo el tiempo que estos estuvieron el poder (1933-1945), prototipo de todos los demás y, por todo ello, el más emblemático.
Entró en funcionamiento el 22 de marzo de 1933 (Hitler había sido nombrado canciller el 30 de enero). En un principio sus prisioneros eran izquierdistas –comunistas sobre todo– y opositores al régimen nazi en general. Claro que ser opositor al régimen significaba muchas cosas, y a aquellos siguieron homosexuales, gitanos, testigos de Jehová y, por supuesto, judíos. Más tarde, albergó también a prisioneros de guerra, especialmente tras la remodelación de que fue objeto en 1937, cuando ya padecía serios problemas de hacinamiento.
A partir de entonces puede hablarse de dos campos en Dachau. El primero, denominado “Campo pequeño”, alojaba los desgraciados que habían sido trasladados de otros campos. El otro, de trabajo, era para prisioneros más sanos que los anteriores. Los del “Campo pequeño” eran en su mayor parte judíos a la espera de “la solución final”, concentrados aquí en los últimos meses, cuando los nazis empezaron a darse cuenta que lo más seguro era que perdieran la guerra; hasta entonces, no hubo prácticamente judíos en Dachau. A lo largo de su existencia, más de doscientas mil personas de todas las edades sufrieron infinidad de penalidades y al menos treinta mil murieron como consecuencia del trabajo forzado y las insalubres condiciones que tuvieron que soportar, o bien por torturas y ejecuciones.

Explanada sobre la que se levantó el campo de Dachau. A uno y otro lado de las hileras de cipreses estaban los barracones.
El campo de Dachau es también símbolo de la connivencia de los alemanes con el nacionalsocialismo. No olvidemos que Hitler llegó al poder nada menos que con los votos de diecisiete millones de electores (el 43,9 por cien). Dachau, una pequeña ciudad de Baviera, de poco más de ocho mil habitantes, a 13 kilómetros de Múnich, el gran bastión nazi, recibió con suma satisfacción ser elegida como emplazamiento de tan macabra instalación. Todo el mundo estaba encantado y la prensa local destacaba las grandes “esperanzas para el mundo empresarial” que ello suponía. La gente se mostraba satisfecha de tener –así lo denominaba la propaganda nazi– “un campo modélico”. El paisaje elegido era ciertamente bello. El campo se levantó –sobre una fábrica de pólvora en desuso– en lo que también fue una antigua colonia para artistas, atraídos por la luz difusa que se alzaba de la llanura pantanosa que hubiera hecho las delicias de los miembros de la escuela de Barbizón. Difícil imaginar que pudiera ser escenario de la brutalidad nazi, pero por su situación y cercanía a Dachau igual de difícil resulta imaginar que nadie sospechara que lo que ocurría allí dentro distaba mucho de lo que decía la propaganda oficial.
La liberación
A las siete y media en punto del 29 de abril, un soleado domingo, las tropas estadounidenses salieron de Großinzemoos –donde estaban apostadas, a unos cuarenta kilómetros de Múnich– camino a Dachau. Habían recibido la orden el día anterior. Al llegar a Dachau mucha gente en la calle les saludaba entusiastamente. Tras algunos enfrentamientos, una patrulla de Inteligencia y Reconocimiento llegó a las afueras del campo de concentración. Desde las torres de vigilancia, los soldados alemanes dispararon su metralleta. Los estadounidenses contestaron y los sometieron rápidamente. Junto a las vías del tren encontraron estacionados más de veinte vagones. Al abrirlos vieron que estaban atestados de cadáveres: hombres, mujeres, niños, viejos, jóvenes, de todas las edades, amontonados, en todas las posiciones posibles, esqueletos revestidos de piel, la mayoría de rostros demacrados y expresión horrorizada. Los cuerpos caían en avalancha, eran ligeros, livianos, y estaban apelotonados sobre las puertas, llenas de arañazos. Les había dejado encerrados a todos sin comida ni bebida.
Unos soldados llegaron a la Jourhaus, como se denominaba el edificio de acceso al campo que albergaba las dependencias administrativas y de mando, la única entrada al campo, presidida por una gran águila sobre una cruz gamada en el centro de una corona de laurel, por donde todos los prisioneros tuvieron que pasar necesariamente y cruzar las puertas de hierro forjado que exhibían la leyenda “El trabajo os hará libres”. Ni un tiro. Los SS que habían disparado durante la primera aproximación se pusieron en fila con las manos sobre la cabeza, tras la alambrada, vigilados por los infantes norteamericanos. Solo voces: Die sind da! Die Amerikaner! Die Amerikaner! Die sind da! Un par de SS les abrieron. Saludaron. Entraron los soldados, al frente de los cuales estaba Félix L. Sparks, un comandante de batallón del 157 Regimiento de Infantería de los Estados Unidos. Transcurrieron unos minutos, no muchos, dos o tres. Salieron con varios miembros de las SS y soldados alemanes manos en alto. Se rendían. Entregaban el campo. En la misma entrada se encontraban los primeros presos liberados, miembros del Comité Internacional de Prisioneros que estos habían puesto en marcha el mismo mes de abril ante los continuos rumores de una pronta intervención aliada.
Nada más cruzar la Jourhaus se accedía a una amplia explanada en la que se pasaba lista varias veces al día a los prisioneros. Estaba vacía. De los treinta y dos barracones, que se alineaban frente a la misma en dos largas hileras de dieciséis cada una, empezó de pronto a salir gente, y más gente. De cualquier lugar aparecían prisioneros, casi todos con el uniforme de franela a rayas azules y blancas, pelados la mayoría. Los primeros en ocupar la explanada gritaban locos de alegría y se abrazaban a sus libertadores; su aspecto era bastante saludable. Libres, somos libres, exclamaban, mientras confraternizaban con los soldados, que les ofrecían cigarrillos, chicles, agua, lo que llevaran encima. Les manoseaban, eran reales, al fin habían llegado. A medida que el recinto iba llenándose la apariencia de los prisioneros se volvía más enclenque, sus fuerzas ya no daban para más y caminaban pausadamente, arrastrándose prácticamente. Pronto estuvieron rodeados de cadáveres vivientes, esqueléticos, famélicos. Todos parecían ser muy viejos. Algunos les miraban extrañados, es posible que no se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Seguían existiendo pero habían dejado de vivir hacía mucho tiempo, eran idénticos a los muertos que habían descubierto en los vagones, los mismos ojos, inmensos, más grandes que sus órbitas, la misma mirada perdida.
Avanzaron por la calle central, adornada a una y otra parte por álamos que habían plantado los propios presos. Entraron en un barracón. Docenas de seres mugrientos que no se podían mover se hacinaban en los camastros de tres pisos, en unas celdillas, nichos, donde apenas cabían; algunos tumbados en el suelo. Entraron en otro. Lo mismo. Cada barracón tenía capacidad para poco más doscientas personas pero en cada uno se hacinaban más de mil. En el de enfermería, más de novecientas personas prácticamente agonizaban. Un pestilente olor embotaba los sentidos. Había gente que gemía sin cesar y entre los que estaban tumbados resultaba difícil saber quién estaba muerto y quién no.

Fotografía que muestra supuestamente la ejecución de las tropas de las SS en un depósito de carbón en la zona del campo de concentración de Dachau durante su liberación. / US Army
Cadáveres por todas partes, totalmente desnudos. Centenares. A montones. Se escucharon repetidas ráfagas de metralleta. Unos soldados estadounidenses habían disparado contra un grupo de Waffen SS que permanecían escondidos y los habían detenido. Al llegar a la explanada junto a la Jourhaus los infantes estadounidenses encañonaban con sus armas a unos cuarenta soldados alemanes. Los prisioneros avanzaban hacia ellos. Los norteamericanos no sabían qué hacer, asustados al ver aquella marea de gente silenciosa y decidida, con la mirada fija en sus captores. El teniente al mando les dijo que bajaran las armas y se apartaran de allí. Los prisioneros siguieron aproximándose, lentamente, para ver bien los rostros de aquellos criminales, para comprobar si también sentían miedo, si al igual que ellos temían una muerte cruel, injusta e innecesaria. El cerco se estrechaba. Los soldados norteamericanos escucharon los gritos, de unos y de otros, las imprecaciones y las lamentaciones. Al poco, con idéntica parsimonia, los prisioneros volvieron a sus barracones. Los cuarenta alemanes habían sido linchados.
Sobre el mediodía la situación parecía estar totalmente controlada. Casi cuatrocientos soldados alemanes eran ahora los prisioneros; algunos estaban heridos. Por megafonía, el comandante se dirigió a los treinta y dos mil prisioneros que poblaban el campo explicándoles que eran libres pero que era necesario esperar la llegada de los sanitarios y que se necesitaba tiempo y control para organizar la evacuación de todos ellos. No esperaban encontrarse con una situación tan espeluznante, añadió. Se oyeron nuevas ráfagas de ametralladora. Alguien dijo que un teniente había ordenado disparar sobre los soldados alemanes junto a las vías del ferrocarril.
Llegaron al poco los sanitarios. Llevaban consigo unos depósitos de DDT y con una especie de manguera rociaban a todo el mundo, soldados y prisioneros, con desinfectante por todo el cuerpo, por entre las mangas, las perneras, por debajo de la ropa. Otros, mientras, fumigaban los barracones. Empezaron a poner inyecciones contra el tifus, la disentería, contra cualquier enfermedad infectocontagiosa para la tuvieran un posible antídoto. Pronto, sin embargo, se acabaron las existencias.
Los prisioneros de mejor condición física ayudaban a los soldados en la penosa tarea de sacar muertos de todas partes apilándolos para no sabían muy bien qué finalidad posterior. El número de cadáveres parecía no terminar nunca; en los vagones, junto al crematorio –que parce que nunca llegó a estar activo–, entre las hileras de barracas de madera, por todas partes yacían cuerpos descomponiéndose.
Los víveres del municipio de Dachau fueron requisados por el ejército estadounidense para poder alimentar a los internos del campo. También sus habitantes fueron movilizados para las labores de limpieza y saneamiento, debiendo sacar los centenares de cadáveres que seguían apiñados en los vagones de la muerte y por cualquier parte. Con las manos desnudas, en volandas, los depositaban en un carromato. Treinta y dos carros habían sido llevados del pueblo a tal efecto. Se llenaban rápidamente, los cuerpos no pesaban, solo eran huesos y piel, pero seguía habiendo montones. Algunos empezaban a estar medio descompuestos.
Además de obligar a los vecinos a vaciar de cadáveres del campo y exhibir por las calles de la localidad los cuerpos de aquellos infelices, los soldados empezaron a exigir a la población civil la visita al campo para que por sí mismos constatasen hasta qué punto, con su apoyo al nazismo y su indolencia, habían colaborado en la que consideraban la mayor monstruosidad perpetrada por los seres humanos en toda la historia. No creían que estando tan cerca del campo les hubiera podido pasar desapercibida tanta salvajada. Ya en Berlín, pegaron carteles von unas fotografías del campo de concentración de Dachau en las que se veían los montones de cuerpos esqueléticos que horrorizaron a los soldados estadounidenses y dieron lugar a los episodios de venganza del primer día de ocupación. Las imágenes eran de lo más explícitas y bajo ellas, en gruesos caracteres, figuraba impresa la pregunta ¿Quién es el culpable? Un poco más adelante otro cartel respondía a la pregunta del primero: ¡Esta ciudad es culpable! ¡Vosotros sois culpables!, se leía.