Ese extraño fruto cuelga de los álamos (Strange Fruit)

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Linchamiento de Thomas Shipp y Abram Smith.

En el sur los árboles dan unos frutos muy extraños

sangre en las hojas y en las raíces.

Cuerpos negros se balancean en el sur con la brisa,

un extraño fruto cuelga de los álamos.

Una bucólica escena del galante Sur.

Los ojos fuera de las órbitas y la boca distorsionada.

El perfume de magnolia, dulce y fresco,

de repente se convierte en olor a carne quemada.

Aquí hay un fruto que los cuervos despedazan,

que la lluvia deshace, el viento absorbe,

que el sol pudre, que caen de los árboles.

Aquí hay una extraña y marga cosecha.

Strange fruit es una canción de Abel Meeropol, un judío blanco que militaba en el Partido Comunista, trabajaba de profesor y se había criado en distrito neoyorkino del Bronx. En un principio escribió un poema y lo publicó con el seudónimo de Lewis Allan. Se inspiró para ello en una dura fotografía que mostraba los cuerpos de Thomas Shipp y Abram Smith, ambos negros, quienes habían sido linchados y colgados de un árbol en Marion (Indiana, Estados Unidos), en agosto de 1930.

Luego escribió la melodía y consiguió que la cantante negra Laura Duncan la interpretara una noche de 1938 en el Madison Square Garden de Nueva York. Entre el público se encontraba Robert Gordon, trabajador del Café Society, tugurio donde solía actuar Billie Holiday. Se lo contó al dueño del Society, Barney Josephson, militante izquierdista. Este se lo propuso a Billie y esta ya nunca dejó de cantarla.

SFEl 20 de abril de 1939 la grabó por primera vez y desde entonces se asocia –no sin motivo– a ella. En aquellos momentos, ya conocía el lado más oscuro de la vida, que no había hecho más que empezar. En sus giras vivió el segregacionismo, sufrió la permanente humillación por ser negra, sintió que su gente seguía tan marginada y explotada como en tiempos de la esclavitud. Y la canción la marcó para siempre.

Cuenta en su autobiografía, Lady sings the blues, una anécdota que refleja su estado ánimo, su perturbación emocional, cuando cantaba Strange fruit: “[Después de cantarla] entró una mujer en el lavabo de señoras del Downbeat Club y me encontró desquiciada de tanto llorar. Yo había salido corriendo del escenario, con escalofríos, desdichada y feliz al mismo tiempo. La mujer me miró y se le humedecieron los ojos. ‘Dios mío’ –dijo–, ‘en mi vida oí algo tan hermoso. En la sala se podía oír volar a una mosca”.

Sirvan estas líneas para recordar a esta excepcional cantante de la que hoy, 7 de abril, se cumple el centenario de su nacimiento, motivo por el que ayer le dedicamos una extensa entrada en la que no incluíamos esta canción clave en su trayectoria, pues nos limitamos a temas de los géneros de que se ocupa nuestra sección Música de Comedia y Cabaret.

En su memoria y en la de todos los que sufren cualquier tipo de exclusión y discriminación.

Todos somos negros

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O al menos muy oscuros. En origen todos los seres humanos fuimos morenos, oscuros de piel. Lo explica muy bien Marvin Harris (Nuestra especie, 1991). Todo depende en buena parte de la melanina, un pigmento al que debe la coloración la piel y cuya función es proteger las capas cutáneas superficiales del sol. La radiación solar convierte las sustancias grasas de la epidermis en vitamina D, imprescindible para una correcta absorción de calcio, el cual, como es sabido, resulta fundamental para la fortaleza de los huesos. La vitamina D está en presente solo en algunos alimentos, especialmente en los aceites e hígados de los peces. Los pueblos alejados de la costa no podían obtener la cantidad necesaria de vitamina D de los peces hasta tiempos relativamente recientes, por lo que esta dependía de los rayos del sol. Por eso, los esquimales no tienen la piel clara, pues su hábitat es rico en vitamina D.

A medida que los humanos fueron desplazándose desde África a otros lugares, y según se iban trasladando más al norte, la piel tuvo que adaptarse a los distintos climas. La necesidad de que fuese oscura para protegerse de los rayos del sol disminuía, así, según la latitud. Con una piel más clara, los humanos podían producir una suficiente cantidad de vitamina D. Hasta hace tan solo 10.000 años –puede que 12.000– negros y blancos compartimos el mismo color. Hasta esa fecha no existió la que denominamos “raza blanca”, y es posible –aunque esto sea solo una hipótesis– que el homo sapiens original no fuese tampoco lo que ahora entendemos por “negro”, sino –como decíamos al principio– muy oscuro de piel.

Reconstrucción de la cabeza de un hombre mesolítico.

Reconstrucción de la cabeza de un hombre mesolítico.

El cambio de pigmentación entre los humanos debió empezar, según Harris, hace unos 5.000 años y alcanzaría los niveles actuales poco antes de la era cristiana. Los pobladores de la Europa septentrional tenían necesariamente que vestir abundantes ropas para protegerse de los fríos inviernos. “Solo un circulito del rostro del niño –afirma Harris– se podía dejar a la influencia del sol, a través de las gruesas ropas, por lo que favoreció la supervivencia de personas con las traslúcidas manchas sonrosadas en las mejillas”.

La selección cultural completó el proceso. Cuando los humanos comenzaron a plantearse qué niños alimentar y cuáles descuidar, los de piel clara cobraron ventaja, ya que la experiencia mostraba que se criaban más altos, más fuertes y más sanos que los de piel oscura (al poder su piel absorber la vitamina D). Los de piel oscura, en cambio, no podían crecer igual si no tenían una alimentación rica en aceites e hígados de pescado, lo cual era imposible para las poblaciones alejadas de la costa. Así, en Europa, “el blanco era hermoso porque era saludable”.

¿Y en el resto? El periodo comprendido entre el 9.000 y el 4.000 a.C. –lo que conoce como Mesolítico– fue el último de la larga era glacial que empezó hace 100.000 años. El color de la piel de los diversos pueblos que poblaban la tierra fue adaptándose a las nuevas condiciones climatológicas, más cálidas, que permitieron el aumento de los bosques y la biodiversidad (aunque también provocó la inundación de amplias zonas costeras). Y, por supuesto, a los cambios que esto conllevó en su comportamiento y en su cultura material.

La evolución de la piel negra siguió el mismo camino, pero al revés. “Con el sol gravitando directamente sobre la cabeza la mayor parte del año y al ser la ropa un obstáculo para el trabajo y la supervivencia, nunca existió carencia de vitamina D (…) Los padres favorecían a los niños más oscuros porque la experiencia demostraba que, al crecer, corrían menos riesgo de contraer enfermedades mortales y deformadoras. El negro era hermoso porque el negro era saludable”.

De ese modo, los humanos comenzamos a dividirnos también en función del color de nuestra piel. Y en esas seguimos. Solo que ahora sabemos que todos provenimos del mismo tronco genético y continuamos, espuriamente, dividiéndonos en base a lo indivisible.