Historia popular, historia desde abajo

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El término “historia popular”, o también “historia desde abajo” se emplea para denominar un amplio abanico de iniciativas –la mayoría ajenas en sus orígenes a las instituciones académicas– que tienen como objetivo común elaborar una historia más próxima al sentir de la gente, cuya colaboración y participación activa resulta muchas veces imprescindible.

Raphael Samuel

Raphael Samuel

El final de la década de los 60 y los años 70 del siglo pasado estuvieron precedidos en el Reino Unido por un importante debate político en el seno de la izquierda, que tuvo destacadas repercusiones en la concepción de la historia y de su práctica social. Entre los muchos intelectuales que abandonaron el Partido Comunista británico en 1956 a raíz de la represión por parte del ejército soviético de la insurrección húngara, había destacados historiadores –Cristopher Hill (1912-2003), Raphael Samuel (1934-1996), Edward Palmer Thompson (1924-1993)– que, sin romper con la tradición marxista, empezaron a poner en práctica otra forma de hacer historia.

En la base de esta renovación existía la voluntad de hacer materia y objeto de estudio la vida y la experiencia de la clase trabajadora, pero este incipiente movimiento fue más allá: también quería que esta llegara a hacer suyos los resultados de las investigaciones y participase en su elaboración. En definitiva, salir de las catacumbas del reducido ámbito académico para “democratizar la producción de la historia, ampliando la lista de los que la escriben y aplicando la experiencia presente a la interpretación del pasado” (Samuel, Historia popular y teoría socialista, 1984). Como había dicho antes Chesneaux: “La historia es demasiado importante para dejarla únicamente en manos de los historiadores”.

Ruskin College

Ruskin College

Este fenómeno no fue algo aislado sino que estuvo estrechamente interconectado con todo un conjunto de cambios y nuevas actitudes que se sucedían en el mundo occidental como muestra del rechazo de las nuevas generaciones a los valores establecidos, cuyo máximo exponente fue el Mayo del 68 francés. En sus intentos de renovación, jóvenes historiadores se hicieron eco de estas aspiraciones, pero las rígidas estructuras académicas dificultaban la renovación de la práctica historiográfica. En este contexto surgiría el movimiento de los History Workshops (talleres de historia). Nació en 1966 en el seno del Ruskin College (Oxford), donde Samuel, era tutor de historia social, y estaba formado por profesionales de la historia y estudiantes trabajadores en desacuerdo con el sistema de exámenes y la tradicional formación que recibían como historiadores. Pretendía “proponer la noción de historia como algo siempre inacabado, hecha en colaboración y donde la gente compartiera sus descubrimientos, donde no se presentara un producto acabado, sino los procesos de pensamiento” (Samuel). El movimiento del History Workshop se opuso fuertemente al sistema de exámenes y centró su atención en los olvidados de la historia, especialmente los movimientos obreros y las formas más espontáneas de acción obrera.

5544347De todo aquello queda la revista History Workshop, más académica que en sus inicios, y poco más. El auge del neoliberalismo en los años 80 y, con él, la opinión cada vez más generalizada de que vivimos en el mejor de los mundos posibles diluyó el movimiento, al igual que sucedió con los movimientos sociales nacidos en los convulsos años 60. Los historiadores volvieron al redil (en España nunca salieron de él) y la historia, si bien con notables excepciones, siguió el camino académicamente correcto con escasas consideraciones a cualquier tipo de proyecto social.

Sin embargo, las buenas ideas son buenas siempre y una historia popular, desde abajo, sigue constituyendo una de las herramientas imprescindibles para la formación de conciencias críticas, paso previo e ineludible a cualquier intento de transformación social. Trabajar con la gente, además, para la gente, conocer lo que realmente ambiciona y le preocupa, puede ser una magnífica vía de formación para muchos jóvenes, una excelente forma de enriquecimiento personal que permite plantearnos otro tipo de cuestiones, menos inmediatas, de la que todos nos beneficiaríamos. También un buen punto de partida para una nueva política cultural municipal, menos espectacular. Tal vez algunos de los problemas que aparecen continuamente en los medios de comunicación no sean tan trascendentes como nos quieren hacer ver para la mayoría de las personas y sí, en cambio, otros que se ignoran por completo. Talleres que se dedicaran a investigar y estudiar el pasado de una localidad, barrio, comunidad de vecinos, espacios de trabajo, etc., podrían conjugar intereses profesionales y sociales en aras a un mismo fin: la reconstrucción del pasado desde una óptica que no sea la del poder. Procesos de producción en desuso, transformaciones del paisaje, impacto de las nuevas tecnologías en la vida de las personas, desintegración de viejos barrios, adopción de nuevas pautas de conducta… pueden ser, entre otros muchos, temas de discusión y de intercambio de ideas.

¿Cómo se trabaja y cómo se consigue que la gente participe de manera activa en los talleres? Por supuesto, se necesita como punto de partida alguna o algunas persona/s que se encarguen de organizar el taller y de su posterior coordinación, lo que no significa prefijar temas ni dirigir nada. A partir de aquí, hablando con miembros de asociaciones vecinales, sindicales, culturales, responsables de servicios sociales, de hogares de jubilados, de colectivos de gente marginada, se organiza una primera reunión, o más, en la que se explica el objetivo de los talleres y se inicia la discusión sobre su contenido. Fijados estos, se empieza por repartir el trabajo, recogiendo materiales y testimonios para su posterior discusión y análisis. Al contrario de lo que se pueda pensar, la gente responde con notable interés (a la gente le interesa la historia, lo que no le interesa es la historia erudita que los historiadores escriben para ellos mismos con fines exclusivamente curriculares).

HASTINGS_VOICESAparentemente, los talleres tendrían un alcance cronológico limitado, puesto que se trabaja con antiguas fotografías, con la memoria, con la experiencia vivida o con los documentos personales que cada uno pueda aportar. Los talleres, por tanto, no podrían abarcar el estudio del pasado más allá de lo que la gente recuerda y mantiene vivo en su memoria. Sin embargo, esto no es así. La racionalidad derivada del conocimiento directo de determinados procesos de trabajo o de un paisaje, por ejemplo, permite que la gente participe en la construcción de la historia con conocimientos originales a los que muy difícilmente puede llegar el historiador por sí mismo, y así remontarnos a otros límites cronológicos mucho más lejanos al tiempo vivido. Ello, por otra parte, permite cuestionar abiertamente lo que a menudo los manuales presentan como historia y posibilita la participación colectiva en la construcción de un pasado más remoto. La gente no solo forma parte de la historia por su experiencia, también por sus conocimientos. “La ignorancia –decía Lytton Strachey– ha de ser el primer requisito del historiador”.

Ya sé que no son buenos tiempos para plantear estas cuestiones, y mucho menos para que salgan adelante, pero ello no ha de llevar al olvido este tipo de propuestas. Esperemos que vengan tiempos mejores. Nada es inmutable. Mientras, la práctica totalidad de los historiadores siguen en su torre de marfil publicando libros de los que, de media, venden como mucho doscientos o trescientos ejemplares. Claro que esto les da igual. Hablan de la gente, pero la gente les importa un bledo. El currículum, el bienestar académico, el estatus, por supuesto que no. Así nos va.

La masacre de Fort Robinson (1879): la historia como instrumento de resistencia

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Little Wolf y Dull Knife en 1873.

Los cheyenes del norte protagonizaron una tenaz resistencia a la colonización blanca del siglo XIX, hasta que en 1867 se firmó el tratado de Medicine Lodge entre los blancos y los jefes de distintas tribus indias que, en teoría, ponía fin a las hostilidades. Pero los problemas no acabaron aquí. Los cheyenes pronto se sintieron engañados, no habían podido entender el contenido de algunas de las cláusulas de lo que firmaban, como que debían trasladarse al sur, a una reserva en la actual Oklahoma. Su deseo era permanecer en el norte, incluso una delegación suya fue a Washington, en 1872, para expresarle personalmente dicho deseo al presidente Grant. Se les permitió seguir en sus tierras, pero temporalmente.

Al morir el general Custer en la batalla de Little Big Horn, en 1876, los propios cheyenes se dieron cuenta enseguida que el hecho les pasaría factura, aunque ellos nada tuvieron que ver. La represión sobre los indios en general les alcanzaría también a ellos; ya lo sabían de otras veces. Buscaron refugio en las montañas, pero los soldados les descubrieron, les persiguieron, destruyeron sus víveres y provisiones y mataron a la mayoría de sus caballos. Acabaron por rendirse en abril de 1877 y se les trasladó a Fort Robinson. El gobierno, no obstante, quería agrupar a los cheyenes del norte con los del sur y, finalmente, los del norte aceptaron trasladarse al sur. Fueron setenta días de dura marcha, hasta llegar en agosto de 1877 a Darlington Agency (Fort Reno), cerca de la actual Oklahoma City. Su existencia, ya difícil de por sí, pasó a ser insoportable. Los cheyenes del sur ─por muy cheyenes que fueran─ no dejaban de ser unos desconocidos para ellos, sus fuerzas físicas ─tras las penalidades sufridas─ estaban al límite de la extenuación, faltaban comida y ropas, el clima les era extraño. Solo había destinado un médico y apenas había medicinas. Así las cosas, las enfermedades pronto hicieron mella entre los cheyenes del norte y muchos fallecieron; dos tercios enfermaron y cuarenta y uno murieron durante aquel invierno.

“Danza del sol” (cheyenes del norte). Fotografía de Edward Curtis (1908)

“Danza del sol” (cheyenes del norte). Fotografía de Edward Curtis (1908)

Había que huir de allí, de “la tierra de la enfermedad”, hacia el norte de nuevo, a sus tierras, a su hábitat natural. Trescientos cincuenta y tres cheyenes, liderados por Dull Knife y Little Wolf, se fueron y se enfrentaron a los soldados, a los que eludían constantemente, pues sabían moverse mejor que ellos por aquellos escarpados terrenos. Se dividieron en dos grupos. Los de Dull Knife fueron localizados y, no sin algún que otro conato de resistencia, acabaron por rendirse, siendo trasladados de nuevo a Fort Robinson.

Las condiciones de vida no mejoraron y al anochecer del 9 de enero de 1879 Dull Knife y los suyos escaparon. Solo tenían cinco rifles y unas pocas pistolas viejas, pero con tan pobre armamento consiguieron hacer frente al ejército, si bien la mitad murió por el camino, la mayoría en enfrentamientos con los soldados. Para sorpresa de los mandos militares, que no acababan de entender cómo se les escurrían cada dos por tres, cruzaron el río White, prosiguiendo la marcha por un desfiladero. El ejército les seguía los pasos. Los que llegaron a superar la cumbre fueron perseguidos durante once días. El día once los soldados consiguieron rodearlos en un revolcadero de búfalos en Antelope Creek, a unos cuarenta kilómetros de Fort Robinson. Casi todos fueron asesinados. Sesenta y seis cayeron por las balas. La rebelión de los cheyenes del norte había terminado.

After the final battle at The Pit. Painting by Frederic Remington, 1897

Tras la batalla de Fort Robinson. Pintura de Frederic Remington (1897)

En 1987 un grupo de cuatro miembros del Laboratorio de Arqueología de la Universidad de Dakota del Sur y tres representantes del Dull Knife Memorial College y del Northern Cheyenne Cultural Committee llevaron a cabo una actuación arqueológica con la finalidad de esclarecer la verdad sobre lo acaecido durante la huida de los cheyenes durante su rebelión de Fort Robinson*.

La controversia no era banal en absoluto, pues la versión oficial, u oficiosa, establecía una ruta para la huida, mientras que la tradición oral cheyene sostenía que había sido otra. Según la primera, los cheyenes habrían protagonizado una huida vergonzosa al escapar por la sierra en una noche de luna llena. De ser así, significaba que actuaron con la mayor de las torpezas, y Dull Knife y los suyos eran mucho más listos. ¿Cómo iban a seguir la ruta que señalaban los blancos, a llanura abierta? Eso los convertía en objetivos fáciles, ya que había luna llena. Era, por tanto, una cuestión trascendental, se trataba del orgullo de un pueblo.

Fotograma de “Cheyenne Autumn”.

Fotograma de “Cheyenne Autumn”.

La tradición oral de los cheyenes difería notablemente respecto a la historia académica y el discurso ofrecido desde el poder y otras instancias. Así, por ejemplo, John Ford trató el suceso en El gran combate (Cheyenne Autumn) lógicamente desde la perspectiva blanca. Fue de este modo que –cuando el Dull Knife Memorial College, una escuela pública de los cheyenes del norte, inició el proceso de adquisición de 365 acres de tierra cerca de Fort Robinson y se propuso acondicionar un sendero conmemorativo para explicar su historia– se inició la intervención antes mencionada. El trabajo de campo consistió en la inspección visual y en diversas excavaciones tras dividir el área en tres secciones, técnicas que se complementaron con tres detectores de metales para hallar restos de la munición usada. En la que la historiografía señalaba como ruta de huida no se hallaron artefactos de ninguna clase, lo que no ocurrió en el trazado defendido por los cheyenes. El peso de la evidencia, como señalaban los autores, se inclinaba por tanto a favor de la tradición oral cheyene, y concluían diciendo que “cuando la historia y la arqueología son usadas por los grupos dominados, se pueden convertir en instrumentos capaces de de permitirles liberarse de la participación en la ideología dominante”.

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* MCDONALD, J.DOUGLAS; ZIMMERMAN, LARRY J.; MCDONALD, A.L.; TALL BULL, WILLIAM; RISING SUN, TED (1993): “La rebelión de los cheyenes del Norte (1879): el uso de la historia oral y la arqueología como instrumentos de resistencia”, Taller d’història, núm. 1, 1993, 37-44. Publicado originariamente en The Archaoelogy of Inequality (1991), Blackwell, Cambridge (Massachussets).