Las puñeteras fiestas navideñas. Terminaron por fin. Y con ellas los fastos asociados a estos días. Ya era hora. Si hay una época del año que aborrezco es la de las fiestas navideñas. No las soporto y, al mismo tiempo, me vuelvo insoportable. Lo sé, y lo sabe mi reducido círculo de familia y amigos, pero, como me quieren y les que quiero, me aguantan.
En este estado de irritabilidad que me acompaña in crescendo no me ha apetecido publicar nada durante estos días, ni aquí ni en Facebook, ni acceder a uno ni a otro. Es, pues, más que probable que se me hayan pasado por alto algunos comentarios y no haya respondido. Aprovecho para pedir disculpas. Mo me gusta que no me respondan y, por tanto, no me gusta dejar comentarios sin respuesta (aunque sea clicando en el socorrido me gusta). Si he obrado de este modo con alguien y lee estas líneas créame que lo siento.
Pero, bueno, “todo tiene su fin”, como decía aquella canción de Módulos de 1969 que tanto me gustaba entonces. Con el nuevo año vamos a ser mejores, más solidarios, más humanitarios… ¡Claro que sí! De estas fiestas hemos salido renovados y cambiados. Tan cambiados que ríete del “super hombre” de Nietzsche. Ha llegado otro año y, con él –vete a saber por qué, dudo que alguien de quienes hacen tales afirmaciones y deseos tengan una explicación que se adecue al sentido común– pasamos, de un día para otro, a ser unas excelentes personas, las más generosas, ecuánimes y bondadosas que jamás haya conocido la historia de la humanidad. Imagino que por arte de birlibirloque; porque, si no, ya me dirán.
Esto no significa que esté en contra de las tradiciones (allá cada uno) ni mucho menos. Estoy en contra del uso que se hace de ellas, y en estas fiestas el que se hace es muy perverso, cínico, hipócrita… Y estas fiestas aún más. Así que, como ya dije en un poema (o imitación de poema) que publiqué en 2015:
Abrid el champán y brindemos.
Por los cerebros atrofiados cuyas mentes eyaculan obscenas loas a la democracia del yo,
por los sentidos sincopados y los calzones que los resguardan de las inclemencias del vivir,
por la impudencia y el miedo.
Por las prisiones, las guerras, las rosas marchitas que jalonan el camino y el papel higiénico con que limpiamos la conciencia,
por el amor y la autoridad, el deseo, los cementerios, el sexo y el apocalipsis,
por los manicomios, las alucinaciones y la fe,
por la lobotomía del espíritu y la paz.
Por las puertas cerradas, los alambres y las fronteras,
por nuestras casas, nuestras familias y nuestros intestinos,
por el futuro y la nada,
por las vistas desde la ventana en noche oscura.
Abrid el champán y brindemos.
¡Por Moloch!
Nota: Moloch en el sentido que le da John Milton en su poema “El paraíso perdido”.