Cómo surgió en mí la necesidad de escribir novelas

Con Nelo, mi hijo, en 1987. Fotografía de Elisa Pascual

Con Nelo, mi hijo, en 1987. Fotografía de Elisa Pascual

A principios de 2014 publiqué mi primera novela, El viaje. Cinco años después ya son cuatro las que llevo editadas, o autoeditadas, siendo más precisos. Vaya autor más prolífico, puede que piensen, o más alocado, pero de eso nada. No es que un buen día se me ocurriera escribir una novela y luego otra y así sucesivamente hasta cuatro. Ni soy tan fecundo ni tan cándido. Quiero, pues, antes de empezar a anunciar la nueva de edición de las tres novelas que comentaba ayer en la entrada Comenzar de nuevo, hablarles e cómo surgió en mi la necesidad de escribir novelas, o la vocación.

Al iniciar mi andadura por el mundo este de los blogs con Música de Comedia y Cabaret a finales de 2012 los originales de las novelas El corto tiempo de las cerezas y Adiós, mirlo, adiós estaban terminados, lo que no significa listos para ser publicados. La premura por publicar una novela, o cualquier otro libro, es lógica, pero del todo desaconsejable. Claro que tenemos ganas de publicar (más si es la primera vez), de mostrar nuestra obra. Pero calma, que repose, como pasa con los arroces. Yo, en cuanto termino una novela, la dejo –que no la olvido– alrededor de un año. Pasado este vuelvo con ella y me sorprendo de los errores, y también de los aciertos, que encuentro.

El viaje había ‘reposado’ ya su tiempo y estaba lista para su publicación. Aunque la publiqué por primera vez a principios de 2014, su gestación viene de mucho antes. Siempre me ha gustado escribir, desde pequeño. Cuando era adolescente quería ser escritor o periodista (en este último caso, corresponsal de guerra). Por diversas razones, que ya he explicado otras veces, acabé estudiando Filosofía y Letras (sección Historia) –así se denominaba entonces–, me convertí en historiador y como tal trabajé –y me llevó a poder hacer otras cosas centradas en algo que siempre me ha preocupado: la divulgación– hasta unos años antes de mi jubilación (en julio de 2018).

Ello no fue óbice para que persistiera en mí el ansia por escribir aquello que la imaginación urdía, tramaba y fraguaba en mi mente, siempre dispuesta a aventurarse en el mundo de la fantasía. Libreta y portaminas, o estilográfica, eran, son, instrumentos inseparables de mi día a día. Siempre me acompañaban, y me siguen acompañando. Iba a la playa con mi hijo cuando era pequeño y, sobre todo si con nosotros venía algún amiguito suyo, allí estaba yo, en mi tumbona, bajo la sombrilla, escribiendo. Iba de viaje con él –me gusta viajar solo, o con niños–, nos sentábamos en algún sitio a tomar o comer algo y enseguida sacaba la libreta y el portaminas. Un momento –estaba con él y, obviamente, era el centro de mi atención–, solo un momento, pero era preciso anotar mis impresiones, mis consideraciones, mis ideas.

El mundo mental de los niños absorbe fácilmente la realidad cotidiana y la adapta al suyo. En mi caso –que me reconozco un niño disfrazado de adulto–, mi hijo asimiló –a su manera, naturalmente– esa inquietud mía y consideró que escribir una novela era una de las cosas más trascendentes que uno podía hacer en la vida. Una novela, no un libro de otro género. Un año antes de que naciera publiqué mis dos primeros libros, ambos de historia, y el mismo año que nació (1981) el tercero, también de historia. Y seguí publicando. Quiero decir con esto que mi hijo siempre estuvo al corriente de que su padre escribía libros. ¿Pero es la novela?, preguntaba. No, eso ya lo haré algún día. ¿Cuándo? Y ¿entonces esto no es lo que escribes en la libreta? Y ¿para qué lo haces?, ¿por qué? Todas estas preguntas imagino, y no creo estar equivocado, se debían a esa agudeza mental tan propia de los niños. Había captado perfectamente lo que escribir una novela representaba para mí, para aquel adolescente que soñaba con ser escritor. Naturalmente, a él le dediqué la primera novela que di por terminada, El corto tiempo de las cerezas, aunque luego apareciera a la venta tras El viaje. Mi hijo entonces ya tenía 33 años, yo 60. ¡Por fin! Todo llega. Es cuestión de perseverar, de empeñarse con tesón, de mantener siempre vivas la ilusión y la curiosidad, de nunca dejar de soñar, de dejar correr la fantasía.

Igual mi hijo descubrió antes que yo lo que escribir ficción representaba para mí. A mí me costó más. De hecho, las palabras con las que al respecto más me identifico, y que ni tan solo pongo en boca mía, son las Sam Sutherland, protagonista de mi novela Adiós, mirlo, adiós (Bye Bye Blackbird): “Escribir es como respirar. En según qué circunstancias el aire viciado te lo impide, pero hay que seguir respirando, si no te mueres. Aun así, acabamos contaminados por la atmósfera que nos rodea sin siquiera darnos cuenta y conformamos la realidad a través de nuestro ánimo adulterado. Solamente en la ficción somos capaces de soportar nuestras renuncias y asentimientos, evadirnos y ser otro. Aunque ¿qué otro? El que la existencia, nuestra existencia, demanda. Siempre somos otro. ¿Qué es ficción, qué no? ¿Qué hemos vivido en verdad fuera de nuestra imaginación? Llegados a este punto todo se vuelve frustración. Aun así, prefiero la ficción, al menos puedo cabrearme con quien quiera, destruir lo que considere y construir lo que crea. Luego viene el choque con la realidad, no tanto por la divergencia que pueda darse entre lo fantaseado y lo concreto como por la dificultad para distinguir ambos extremos. La libertad para actuar es una falacia, nadie es libre, somos lo que somos y lo que la historia nos ha hecho”.

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