
“Don Quijote y Sancho Panza” (1870). Honoré Daumier.
Con la solemnidad que suele caracterizar este tipo de actos, se presentaron el pasado martes en Madrid los resultados del equipo de investigación encargado de la búsqueda de los restos de Miguel de Cervantes. Un equipo compuesto por unas treinta personas entre forenses, arqueólogos, antropólogos e historiadores que ha contado con herramientas de trabajo –como el georradar o los rayos infrarrojos– que ya quisiéramos muchos de los que trabajamos con restos materiales de cualquier época histórica como fuente de conocimiento (los de la sociedad industrial en mi caso). Por no hablar del presupuesto: 12.000 euros en la primera fase y 102.000 en la segunda. La tercera ya veremos, pues habrá una tercera fase en la investigación en la que se tratará de extraer ADN de los restos. En estos momentos, lo encontrado en el Convento de las Trinitarias de Madrid –donde Cervantes quiso ser enterrado– permite, en palabras del director del equipo, el forense Francisco Etxeberría, afirmar que “es posible” que “algunos fragmentos” hallados sean del insigne escritor sin «discrepancias», «a la vista de toda la información generada en el caso del carácter histórico, arqueológico y antropológico». Ahora, pues, a por el ADN. Si se consigue.
Pues vale. Qué quieren que les diga. Tanto da que da lo mismo. Un hueso es un hueso, como una piedra no deja de ser una piedra. Si a usted le doy un hueso o una piedra, lo más seguro es que me responda ¿y yo para qué quiero esto? Ahora bien, si le digo que el hueso es de un neandertal o la piedra un pedazo del extinto Muro de Berlín –por poner dos ejemplos bien alejados en el tiempo– igual cambia de opinión y hasta me lo agradece. Es el carácter simbólico que les otorgamos lo que les da mayor o menor valía. ¿Y qué es un símbolo? Aquello que representa –insisto: representa, no quiere decir que lo sea– una realidad a raíz una convención socialmente aceptada. ¿Quién determina tal circunstancia? Los expertos que se avienen a tal convención, y los poderes que los amparan.
A mí, francamente, me la trae al pairo que los restos sean de Cervantes, de Sancho Panza o de Pocoyó. Lo que me importa es la obra de este escritor universal, y me gustaría saber cuántos de los que han participado en el proyecto –especialmente los que lo han esponzorizado– han leído Don Quijote de la Mancha. Pues de eso se trata: de la obra. Que la escribió Cervantes, y que naturalmente nos interesa conocer su personalidad, qué le empujó, qué le motivó, contextualizar históricamente su legado, claro que sí. ¿Pero sus huesos? ¿Y por qué no sus calzones?
Otra cosa es buscar los restos de personas desaparecidas, y fallecidas, por parte de sus familiares para al menos poder dignificar la memoria de sus antepasados. Las iniciativas para la localización de los aproximadamente cien mil desaparecidos víctimas de la Guerra Civil y la dictadura franquista, como las que impulsa la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, solo encuentra obstáculos y el presupuesto gubernamental destinado a tal fin –de acuerdo con la Ley de Memoria Histórica de España– quedó eliminado desde 2011. Y es que hay huesos y huesos. Y huevos y huevos. Y algunos los tienen cuadrados.
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No quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer; y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día (…), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo.
Miguel de Cervantes: Don Quijote de la Mancha (1605), capítulo II de la primera parte.