La caracola

La recuerdo en la casa de campo de mis abuelos paternos. Un buen día, Miguel –que se encargaba del cuidado de la casa todo el año– me descubrió su poder y despertó mi curiosidad por las profundidades del mar. Siempre había estado allí, encima de una mesita que había en el recibidor. Me llamaba la atención su extraña forma, pero sobre todo ese color nacarado de su interior. Me gustaba tocar su interior tan suave y delicado. Pero lo que yo ignoraba, nadie me lo había explicado –supongo que cuando eres niño se considera que ya tienes suficientes fantasías como para que encima te abran la puerta a otras que desconoces– era lo que se escondía en el interior de la caracola. Y Miguel me lo contó. Y la caracola se incrustó en mi memoria para siempre.

Me sorprendió un día acariciándola con la misma suavidad con la que a esa edad uno desliza su mano por la pilila, y me contó, extrañado de que yo no lo supiera, lo que sucedía cuando la acercabas al oído. Aquella fue una gran revelación: todo un mundo nuevo estaba ahora a mi alcance, era suficiente con acoplar la oreja a esa especie de auricular que tiene la caracola. Miré su interior. No se veía nada. Debes cerrar los ojos, me dijo Miguel. ¡Claro! Para eso debe estar hecha esa especie de boca gigante, deduje.

Vi entonces pececillos de colores acompañados del canto de las sirenas con las tetas sin cubrir. Plantas que nada tenían que ver con las que yo conocía eran las encargadas de iluminar el mar, brillaban como el oro y los pétalos de sus flores eran piedras preciosas. Alrededor de ellas las estrellas de mar bailaban rítmica y armoniosamente a los sones de una orquesta de centenares peces que dirigía un pulpo. Solo él podía hacerlo, se necesitaba un buen número de largos brazos para tantos músicos. Los peces más grandes transportaban a los más chicos hasta fabulosos parques con toboganes y columpios que colgaban de las ramificaciones de los corales. Cuando era un único pececito el que quería ir lo transportaban los caballitos. Había muchos más peces de lo que yo creía, de formas diversas y de todos los colores y tamaños. Resaltaba el color plateado de las sardinas, uno de los pocos peces que yo reconocía, junto a la merluza y los salmonetes. Entre ellos jugaban al fútbol.

No había oscuridad, como siempre había creído, en el fondo del mar. Todo lo contrario. Y vida, había también mucha vida. Yo también era un pez, me daba igual el que fuese, no sabía nada de peces. Eso sí, debía ser de muchos colores, pequeño y veloz. Ahora más bien soy un mero, un pez solitario que siempre cuenta con un buen número de agujeros donde cobijarse. Por aquel entonces el mero era para mí un pescado triste además de odioso (me obligaban a comerlo). Los peces que había en el interior de la caracola eran, en cambio, divertidos y gozaban de total libertad, ni siquiera iban al colegio, ni a misa. Me gustaba aquel mundo.

Un buen día, sin embargo, me enteré que la caracola tenía carne en su interior. ¿Quién se la habría comido?, pensé. Y que la hembra depositaba allí sus huevos. ¿Qué habrá sido de ellos?, cavilé. Pobre caracola, vivía en un mundo maravilloso y mira lo que es ahora. ¿La habría capturado alguien y comido su carne y los huevos? ¿De qué manera lo haría? Para mí los peces se pescaban con caña, no sabía más. Inferí que tal vez, en un despiste, se hubiese alejado demasiado de su mundo, hasta perderse. Cuando uno olvida el rumbo y se sale de la dirección marcada, pienso ahora, está jodido. Que se lo pregunten, si no, a la caracola.

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