Carnaval en Montmartre. La fiesta de Frossard

Le Règne Glorieux de Nabuchodonozor

‘Babilonia’. Tema del baile de Quat’z’Arts de 1933.

Si durante todo el año el tranquilo Montmartre mudaba de aspecto conforme avanzaba la noche al tiempo que se consagraba a los placeres más mundanos, en época de carnaval el delirio, el desenfreno, guiaba la conducta de los millares de personas que llenaban sus calles y plazas. De disoluto en grado extremo y ofensivo para la gente de bien ─que sabedora de su “inmoralidad”, no obstante, año tras año, seguía acudiendo a presenciar su desfile─ se consideraba el baile anual de Quat’z’Arts, organizado por los estudiantes de la Escuela de Bellas Artes. Tres o cuatro mil invitados se congregaban cada año para conmemorar la llegada de la primavera y recorrían la Butte en el que seguramente era el más licencioso de los desfiles de la época. (…)

No era, sin embargo, la única celebración que tenía lugar en la Butte durante los días precedentes a la Cuaresma. Así, Frossard solía organizar su particular celebración con un divertido ceremonial que venía repitiendo desde hacía ya diez años. Cada vez, cada año, Frossard “se desposaba” con una mujer distinta. Él vestía siempre un elegante frac, ella según el tema sobre el que versara la cabalgata estudiantil del año en curso. En esta ocasión, el atuendo de “esposa” era una túnica de gasa que apenas disimulaba sus formas, adornado profusamente con flores de azahar. Frossard y “su mujer” invitaban a amigos y conocidos a la “boda”, con la condición que todos ellos debían asistir ataviados “a la moda burguesa”. La “boda” iba de café en café, sumándose a la misma algunos curiosos. Un cabaret les abría sus puertas y en su sala principal, al son de una música desenfadada a la que solían acompañar letras procaces, se montaba un enorme bullicio. Parecía que todo el mundo había enloquecido. (…)

nu-autochromeLos “novios” entraron llevados en andas por seis muchachos mientras que seis muchachas arrojaban a su paso pétalos de rosas. Los jóvenes cubrían sus vergüenzas con un sucinto taparrabos abierto por los lados que en realidad, al más mínimo movimiento, nada tapaba; ellas iban prácticamente desnudas, con un pecho al aire y un corto vestido transparente, de tul, y ambos llevaban la cabeza adornada con coronas de flores blancas. Más de una vez estuvieron a punto de caer al suelo ante el agolpamiento de gente a su alrededor que, entre bromas, cantos y risas, seguían la pantomima como si fuera el último acontecimiento de sus vidas, unas vidas para las que lo único que importaba era el momento. La desinhibición era total y cualquiera que visitara Montmartre por primera vez o desconociera el contenido y significado de la celebración ─pocos, por otra parte, se adentraban en la Butte de noche sin las debidas precauciones, era territorio apache─ podía pensar que el fin del mundo estaba al caer y alguien les había avisado que más allá de la muerte nada existía, lanzándose así a una orgiástica y mundana última conmemoración en la que los excesos solo eran desorden y libertinaje a los ojos de un neófito, para ellos era algo usual, había que vivir el momento, nada más.

Tras el Lapin, recorrieron aún otro par de cabarets en los que representaron el mismo ritual, cada vez, eso sí, más desmadrado. Finalmente, al amanecer, los convidados acompañaron a la feliz pareja a su tranquila calle de Oriente, donde el marchante poseía una vieja casa.

Manuel Cerdà: Tiempos de cerezas y adioses (2018).

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